Sobre viajes, libros y vicios

Por Calvodemora

Vicio puro

Amo mi ocio, su molicie, la restitución cartesiana de los vicios que lo componen. Emboscado en ese deslumbramiento amoroso, prendido en la certidumbre de que todas esos juguetes de mi entretenimiento están ahí, a la espera de que yo los alcance y estruje, desempeño el resto de las cosas que ocupan el día. A menudo, en mitad de un tormentoso momento de stress, en la cresta de una actividad ineludible, irrelevante y gris, pienso en alguno de esos juguetes y en el modo en que voy a jugar con ellos. Imagino que los he convertido en una especie de alimento espiritual. No soy yo, al menos muy visiblemente, pieza rara . O lo soy al punto que lo son los otros, sin nada remarcable que me distancie de ellos. Cada lector de este blog allá donde esté, me conozca en persona o solo caiga por aquí y lea los voluntos un poco erráticos de mi oficio de escribir, tendrá los muy queridos suyos. Quizá uno de los males que tenemos como sociedad sea precisamente éste que apunto: que haya quien se aburra, quien no tenga ninguna afición particular o no encuentre placer en ninguna actividad fuera de las más elementales y previsibles, o incluso ni éstas mismamente. Es muy malo el aburrimiento. Malo al punto de que malogra una vida entera. Escuché ayer a alguien cercano a quien aprecio que no imagina una vida desocupada. No entraban en sus cálculos no hacer nada y fantaseaba con la posibilidad, a la que yo me arrimo gustosamente, de jubilarse y dedicarse a plena satisfacción a lo que le gusta; cosas como la fotografía o la lectura, decía. Sentí una punzada al escuchar aquéllo. De quien lo dijo me apropié de la idea como quien la escucha por primera vez. Me sentí cómodo y me sentí feliz pensando en todo lo que me aguarda y todavía no he hecho. Pensé en lo maravilloso que es vivir cuando no hay huecos que malogren la travesía de las horas. Hoy mismo, a punto de irme a mi centro de trabajo, y bendita cosa ésa en los tiempos en los que estamos y en cualesquiera otros, no me importaría pasar el resto de la mañana alargando esta entrada, maquinando otras, ingresando datos en una base a la que confío el listado de mis discos y de mis películas (me niego a inventariar los libros, no sé bien el porqué), escuchando jazz mientras leo un libro (ahora, frente a mí, Deshabitados, colección de poetas antologada por Juan Carlos Abril y publicada por la Diputación de Granada). Insisto en que otros harán otras cosas y les llenarán igual o les llenarán mejor. Las mías me parecen las mejores del mundo. Quizá porque las elijo yo y me tengo en muy alta consideración. Esa debe ser la razón sobre la que se izan las demás razones. Que uno se sienta en paz con uno mismo. Que no se mire mal en el espejo y no tenga nada que reprocharse al término feliz o infeliz del día. Porque hay días malos en los que el ocio es una puñetera mierda, por supuesto. Días de un gris tirando a muy gris en los que nada sale como se desea. Días que uno no maldice del todo porque se refugia (ahí vuelvo a donde empecé) en el ocio, en su molicie, en esa restitución metódica de los vicios que lo componen, deslumbrando en el amor o en la pasión o en la lúbrica representación de todas esas pequeñas contribuciones felices. Quien no esté de acuerdo conmigo, por favor, anótelo al márgen. Quien se maneje bien sin vicios que lo propulsen, que me informe. Por si mañana amanezco distinto y nada me contenta. Todo puede pasar.
Viajes

He viajado cuanto he podido y, no habiendo sido suficiente, a veces solo entretengo mi rutina enredado en la ficción de que me esperan grandes viajes y que, al regreso, planeo viajes nuevos. Como las finanzas no me asisten como quisiera, hay ocasiones en que desplazo los grandes viajes por viajes de más corto vuelo. Incluso a veces he tenido que anular alguno completamente y contentarme con especular sobre los que están por venir. El caso es no desfallecer nunca. Lo importante en estos asuntos es no apartarse de la idea que el viaje lo impregna absolutamente todo. Hasta podemos retirar el viaje en sí mismo y solo satisfacer el alma apetitiva con la prefiguración de que existe, de que anda ahí, cómplice, querencible, imperturbable y puro. En pocos días se celebra el Día Internacional del Libro, es decir, se festeja el modo más eficiente de viajar que existe: la lectura. Por eso amo las bibliotecas, que son otro vicio confesable. Las que están fuera de casa y la propia, modesta, por muchos volúmenes que tutele. No hay ninguna a la que no mire con delectación y en la que vea cumplidos los sueños posibles y los imposibles. Todas, a su secreta manera, preservan al mundo del caos que lo diezma. Una biblioteca es un santuario al modo en que lo es una iglesia. No hay libro que no contenga algo maravilloso. Ninguno que no sea maravilloso para alguien. Ninguno en donde no se describa un viaje. Creo que hay pocos asuntos de los que me agrade escribir más que éste. Por eso me repito. A sabiendas, me repito. Quizá no sepa escribir de otra cosa. En cuanto tenga ocasión, de verdad lo digo, dejo de leer en casa y leo en otro país. Eso sería fantástico.