La historia está repleta de ejemplos de cómo los grandes hombres, los que más importantes hazañas han llevado a cabo, las han realizado no precisamente sacrificando sus propias aspiraciones en aras de una misión que sabían que les trascendía, sino, por el contrario, estimulados por la ambición o cualquier otro tipo de motivaciones personales. “¿Qué maestro de escuela –pregunta Hegel– no ha demostrado muchas veces ampliamente que Alejandro Magno y Julio César fueron impulsados por tales pasiones, siendo por tanto hombres inmorales?”. Cuando Julio César, habiendo cumplido treinta años de edad, lloró ante la estatua de Alejandro en Cádiz, porque a la edad de éste (que murió a los treinta y tres años habiendo llevado sus conquistas hasta los confines del mundo), no había conseguido hacer todavía nada comparable a lo logrado por el macedonio, lo hizo antes, evidentemente, a causa de la frustración personal que ello le producía, que porque pensara en sus ineludibles obligaciones para con la Historia. ¿Resulta de ello que ésta, la Historia, es, pues, el resultado aleatorio que van espumando las motivaciones personales, perversas o no, de aquellos a quienes la fortuna colocó en el lugar adecuado para convertir en realidad sus íntimas pretensiones? ¿El motor de la Historia son, por tanto, los individuos, y de la mano de ellos, el azar? ¿La Historia es, según esto, un capítulo, una rama de la Psicología, en la medida en que ésta es la que se encarga de analizar las pasiones y las ambiciones a cuya caudal sólo serviría de cauce aquélla?
Hegel mismo se niega a entenderlo así: “Los hombres históricos –dice– (…) han realizado su fin personal al mismo tiempo que el universal. Estos son inseparables”. Dice también: “La pasión es la condición para que algo grande nazca del hombre”. “Aquellos grandes hombres parecen seguir sólo su pasión, sólo su albedrío; pero lo que quieren es lo universal”. La Historia, pues, se mueve gracias al combustible de las motivaciones personales, pero éstas sólo entran a formar parte de aquélla cuando su trama se cruza con la urdimbre de los fines objetivos que la Historia tiene diseñados.
Sin embargo, vivimos ahora mismo tiempos en los que la subjetividad se ha alzado con la preeminencia exclusiva a la hora de interpretar las cosas. Todo lo que trasciende del sujeto tiende a carecer de prestigio en la escala de valores intelectuales y morales dominante. La sociedad misma, desde los albores de la Modernidad (aunque no, finalmente, en todos sus ramales), se vino a entender como una derivación o prolongación de los individuos y sus particulares intereses: para Hobbes, fue aquélla, la sociedad, un mecanismo de defensa que los hombres inventaron para defenderse unos de otros. Para Locke era un recurso puesto al servicio de los individuos, para que éstos pudieran defender más eficazmente su libertad personal. Y para Rousseau, que naciera la sociedad fue un error, una perversión con la que ya resulta ineludible contar. Sólo con Kant y Hegel, la sociedad pasará a ser un todo que viene a ser más que la suma de las partes, una complejidad que se eleva por encima de la suma de sus componentes simples, algo irreductible a los individuos que la componen. A costa de ser malinterpretado, Hegel afirmó: “Sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional”. Una afirmación equivalente sería: sólo en el organismo humano completo tiene sentido la existencia de cada una de sus células o de cada uno de sus órganos particulares. La parte no puede ser entendida sin el todo.
Confirmemos, por tanto, que Robinson Crusoe o no existió o fue una anomalía coyuntural; y en conclusión, la sociedad no puede ser entendida como un Robinson elevado a la n. Ni la historia como el choque azaroso de miríadas de trayectorias individuales. Y es que el todo, el conjunto (el organismo) tiene vida más allá y por encima de lo que hagan o dejen de hacer las partes (las células). La historia, en fin, sería la trayectoria resultante de la suma de las ambiciones y de las pasiones de los individuos, pero irreductible a ellas.