Viajamos hoy a Mérida para asistir a la representación de Sócrates en el teatro romano. Nos gustó la experiencia hace dos años, con El asno de oro, de Apuleyo, protagonizado por Rafael Álvarez, el Brujo, y hemos decidido repetir. Esta vez, sin embargo, no la veremos en el gallinero (o como quiera que se dijera «gallinero» en los teatros romanos), sino en la platea, más aún, en la «orquesta», la parte inmediata al escenario. Lo único malo de nuestra visita hace dos años fueron las gradas de piedra, todo lo hispanorromanas que se quieran, pero criminales para las posaderas, que se quedan planchadas, y la espalda, que se dobla como un acordeón. En la orquesta hay sillas, sillas con su respaldo, su asiento y sus cuatro patas, y, recordando nuestra experiencia con Apuleyo, nunca un mueble tan vulgar me ha resultado tan acogedor. Además, el ordenador nos la ha asignado en la fila 1, con lo que no tendremos a nadie delante: un privilegio más. La tarde empieza con algunos contratiempos: cuando llegamos al hotel, el Blue City, ya no está: ahora nos encontramos con el Mérida Palace. Nos preguntamos si nos hemos equivocado de reserva, de hotel o de ciudad. Pero no: solo ha cambiado de nombre. Curiosamente, muy pocos en Mérida lo conocen por el Mérida Palace, ni lo conocían por el Blue City: por uno de esos hábitos onomásticos resistentes a las mudanzas, las catástrofes y hasta las revoluciones, este hotel siempre ha sido el Hotel Emperatriz. Luego, en la habitación, reviso el blog y me horrorizo al encontrar una errata garrafal en la última entrada que he colgado: “hinfladas” por “infladas”. Me apresuro a buscar excusas para semejante pifia –trabajo estos días con ordenadores que no son el mío; “inflar” e “hinchar” están semánticamente muy cerca, y eso ha favorecido el error…–, pero concluyo que es imperdonable, y que soy un idiota: la ortografía ha de respetarse como el código de circulación; una ortografía equivocada hace que lo que se dice parezca también equivocado. Mi exasperación aumenta al comprobar que no puedo (o no sé) corregirla en el móvil en el que estoy trasteando; y en el hotel no tienen ordenador para el público. Habré de buscar un locutorio donde limpiar la terrible mancha. Me esfuerzo por olvidarme de ello a la hora del almuerzo, que resolvemos en el hotel. En el patio, a nuestro lado, vemos a Josep Maria Pou (que en los carteles ha castellanizado el nombre: José María Pou; o quizá se lo han castellanizado) tomarse algo y a Carles Canut leer El Mundo Deportivo. Ver a Critón leer El Mundo Deportivo (y, lo que es peor, seguramente las noticias referidas al Español) me decepciona algo –yo esperaba una actitud más filosófica–, pero no deja de ser curioso. Luego se les unen otro miembro de la compañía y Mario Gas, el director y autor de la obra, que llega envuelto en sombreros de ala ancha y fulares multicolores: muy teatral, como corresponde. Hasta la hora de la representación, hacemos tiempo visitando lugares que desconocemos de Mérida, como el Museo Visigodo, un anexo del Museo Romano, que está justo detrás del hotel, en una iglesia de 1602, hoy desacralizada. Nos atrae aprender algo de los visigodos, ese paréntesis histórico, tan ignorado, entre la larga dominación romana y la no menos prolongada España musulmana. Lo único que sé de los visigodos es que los moros los derrotaron en la batalla del Guadalete en el 711. Qué triste que lo único que perdure de ellos en la memoria de la gente sea una derrota. Yo ni siquiera conozco la lista de los reyes godos, como mi suegra. En el Museo Visigodo no hay nadie, y eso que es gratis: una aburrida funcionaria combate el calor namibio tecleando en una tableta. Las paredes de la iglesia necesitan una mano de pintura. Y ni siquiera los responsables del museo parecen demasiado satisfechos con lo que vemos. En la placa que informa sobre los fondos reunidos, leemos que la colección está «expuesta dignamente, pero sin criterio museográfico alguno», y que las piezas «están descontextualizadas». No se les puede reprochar insinceridad, aunque sí algún descuido ortográfico, un asunto que hoy me mortifica más que nunca: «vio» y «dio» no se acentúan. No obstante, es la colección de arte visigodo más importante de España. A Mérida llegaron los alanos en 409; treinta años más tarde, los suevos; y, por fin, los visigodos, que se asentaron en la ciudad. De la presencia de los pueblos germanos en estas tierras han quedado no pocos restos arquitectónicos: laudas sepulcrales, epígrafes funerarios, representaciones del cordero místico, canceles, cimacios y crismones, y hasta un sumidero hexapétalo, cuyo dibujo es igual al que puede encontrarse, dibujado o xerigrafiado, en las fachadas de las casas de la Sierra de Gata. También contemplamos muchas columnas y pilastras, adornadas con motivos geométricos –cruciformes– y vegetales, entre los que destacan los haces de trigo y, sobre todo, los racimos de uva: aquí se ha producido vino desde el Neolítico y los bárbaros no renunciaron a esa admirable tradición; más bien la cultivaron con ahínco. Frente al preconizado salvajismo de los invasores centroeuropeos, los orfebres visigodos demostraron una gran delicadeza: sus trabajos en mármol son de una finura casi femenina, y ninguna tosquedad se advierte tampoco en la joyería y los ajuares personales conservados. Cuando salimos del Museo, nos encaminamos a la basílica de Santa Eulalia, otro lugar que desconocemos de la ciudad, por la calle homónima. Hace un calor insufrible, que solo algunos friquis o turistas temerarios como nosotros se atreven a desafiar. Lo combatimos refugiándonos en todas las sombras y bebiendo mucho: yo, un granizado de lima; Ángeles, de limón. El ayuntamiento colabora a rebajar el ambiente sahariano rociando agua por las calles del centro. Algunos se sitúan debajo de los minúsculos aspersores porfiando por recibir el polvo líquido redentor. Vemos por la calle algunas pintadas imaginativas: Abaixo o capitalismo. Galiza ceibe!, reza una en un idioma que no parece de la zona; − policía + poesía, proclama otra. Yo estoy de acuerdo con las dos. Reparamos en otras manifestaciones del plurilingüismo emeritense: en la fachada cerámica de un antiguo negocio, sabemos de los chocolates Amatller y los jabones Miró. Las jóvenes que pasan semidesnudas por la calle –chanclas, lacónicas camisetas, pantaloncitos minúsculos– me despiertan fugazmente del aplatanamiento que produce el calor. Pienso en Torrente Ballester, cuando, con más de 90 años, vio a una hermosa joven pasar a su lado: «Ah, esto no se acaba nunca», dijo. Le entiendo muy bien. Por desgracia, no podemos visitar la basílica de Santa Eulalia. O sí podríamos, pero no nos parece bien: para hacerlo, hay que comprar una entrada conjunta para todos los monumentos de la ciudad; no se venden entradas para cada uno de ellos. Es, objetivamente, una medida absurda: el ayuntamiento está perdiendo el dinero que los turistas que no puedan o quieran visitar todos los monumentos sí pagarían por visitar alguno o algunos de ellos. A la vuelta al hotel, husmeamos un rato en la librería Martín: yo me compro las memorias de Felicidad Blanc, uno de los personajes más fascinantes de la legendaria El desencanto, y una antología de frases famosas de películas; Ángeles opta, elocuentemente, por un cómic titulado 50 cosas que odio de mi marido. Cuando estamos pagando, musita: «No entiendo por qué se ha limitado a 50…». Ya reingresados al Mérida Palace, pasamos el resto de la tarde en la piscina de infusión, una de esas bañeras en las que uno se mete como una bolsita de té en una taza. No se puede nadar, desde luego –casi no se puede uno ni mover–, pero es agradable estar en remojo y ver, bajo el azul incendiado del cielo, las copas de las palmeras y los tejados de los edificios decimonónicos de la plaza de España, como el ayuntamiento, blanco y amarillo, de 1883, en el que campea una cigüeña, que resiste el calor con el estoicismo de un pararrayos. Ya en el teatro, nos maravilla la magnificencia de las ruinas. La temperatura se ha moderado, y hasta corre una brisa que no abrasa. Desde la fila 1, advertimos el detalle del vestuario y de la interpretación de los actores: con un poco de suerte, su sudor nos caerá en el regazo. Carles Canut sale a escena sin El Mundo Deportivo, y Josep Maria Pou se desenvuelve con la naturalidad y, a la vez, con la majestuosidad de los grandes. Porque lo mejor de este Sócrates son los actores. El texto, centrado en el juicio y la condena del filósofo, no aporta nada que no se supiera ya, e incluso detecto en él algunos errores formales. Añoro aquellos tiempos en que el lenguaje teatral era impecable, un modelo de pulcritud, expresividad y justeza. Un personaje, por ejemplo, habla de «influenciar», un verbo ilegítimo, que ha postergado al más limpio y castellano «influir»; otro «advierte que», cuando no quiere decir que se da cuenta de algo, sino que avisa o previene de algo: debería ser, pues, «advierte de que»; y Sócrates, en fin, afirma que «mi nombre es…», con ese anglicismo estúpido, por innecesario, que está acabando con el más sintético y genuino «me llamo...». Al día siguiente, tras una noche bien dormida, me reúno por la mañana con María José Hernández, de la Editora Regional de Extremadura, a la que llevo mucho tiempo queriendo conocer. María José fue fundamental para que se publicara en la editorial El desierto verde, y me está acompañando asimismo decisivamente en la publicación de La disección de la rosa, la recopilación de reseñas y artículos literarios que está ya en pruebas y que verá la luz en la colección «Perspectivas», si nada se tuerce, el próximo otoño. Charlamos de muchas cosas, casi todas relacionadas con el mundo de la literatura, que a ambos nos apasiona, y luego yo prosigo la charla literaria –y también personal– con otro buen amigo, Elías Moro, con el que hemos quedado para comer. Lo hacemos en el restaurante Yu-Yu (me preocupa el nombre, pero Elías insiste en que no da miedo comer allí, en que allí se come bien), junto al pantano de Proserpina, un embalse también romano, que aún conserva parte de los diques de piedra construidos hace dos mil años. Antes hemos pasado por la otra librería literaria de Mérida, cuya dueña, María, es amiga de Elías, y donde me hago con más libros: él me regala una antología de Aníbal Núñez, y yo me quedo con un poemario de Jerome Rothenberg publicado, hace más de una década, por la añorada colección Germanías. Me gusta visitar estas librerías pequeñas de ciudades pequeñas, porque en ellas suelen encontrarse libros descatalogados, como pecios de un naufragio de papel, o colecciones locales que no llegan a las capitales, o ejemplares de editoriales muertas, que aquí sobreviven como aquellos soldados japoneses de la Segunda Guerra Mundial en las islas del Pacífico, años después de que el conflicto hubiera acabado. En el Yu-Yu damos cuenta de unos bacalos con alioli (nosotros) y de un filete de brontosaurio (Elías, que acaba de volver de Portugal y está ganoso de carne), frente a las aguas plateadas del embalse, que a veces rompe un pez saltarín. Luego cogemos el coche y, con un cansancio taraceado de satisfacciones, volvemos a Hoyos, donde nos esperan nuevas aventuras.
Viajamos hoy a Mérida para asistir a la representación de Sócrates en el teatro romano. Nos gustó la experiencia hace dos años, con El asno de oro, de Apuleyo, protagonizado por Rafael Álvarez, el Brujo, y hemos decidido repetir. Esta vez, sin embargo, no la veremos en el gallinero (o como quiera que se dijera «gallinero» en los teatros romanos), sino en la platea, más aún, en la «orquesta», la parte inmediata al escenario. Lo único malo de nuestra visita hace dos años fueron las gradas de piedra, todo lo hispanorromanas que se quieran, pero criminales para las posaderas, que se quedan planchadas, y la espalda, que se dobla como un acordeón. En la orquesta hay sillas, sillas con su respaldo, su asiento y sus cuatro patas, y, recordando nuestra experiencia con Apuleyo, nunca un mueble tan vulgar me ha resultado tan acogedor. Además, el ordenador nos la ha asignado en la fila 1, con lo que no tendremos a nadie delante: un privilegio más. La tarde empieza con algunos contratiempos: cuando llegamos al hotel, el Blue City, ya no está: ahora nos encontramos con el Mérida Palace. Nos preguntamos si nos hemos equivocado de reserva, de hotel o de ciudad. Pero no: solo ha cambiado de nombre. Curiosamente, muy pocos en Mérida lo conocen por el Mérida Palace, ni lo conocían por el Blue City: por uno de esos hábitos onomásticos resistentes a las mudanzas, las catástrofes y hasta las revoluciones, este hotel siempre ha sido el Hotel Emperatriz. Luego, en la habitación, reviso el blog y me horrorizo al encontrar una errata garrafal en la última entrada que he colgado: “hinfladas” por “infladas”. Me apresuro a buscar excusas para semejante pifia –trabajo estos días con ordenadores que no son el mío; “inflar” e “hinchar” están semánticamente muy cerca, y eso ha favorecido el error…–, pero concluyo que es imperdonable, y que soy un idiota: la ortografía ha de respetarse como el código de circulación; una ortografía equivocada hace que lo que se dice parezca también equivocado. Mi exasperación aumenta al comprobar que no puedo (o no sé) corregirla en el móvil en el que estoy trasteando; y en el hotel no tienen ordenador para el público. Habré de buscar un locutorio donde limpiar la terrible mancha. Me esfuerzo por olvidarme de ello a la hora del almuerzo, que resolvemos en el hotel. En el patio, a nuestro lado, vemos a Josep Maria Pou (que en los carteles ha castellanizado el nombre: José María Pou; o quizá se lo han castellanizado) tomarse algo y a Carles Canut leer El Mundo Deportivo. Ver a Critón leer El Mundo Deportivo (y, lo que es peor, seguramente las noticias referidas al Español) me decepciona algo –yo esperaba una actitud más filosófica–, pero no deja de ser curioso. Luego se les unen otro miembro de la compañía y Mario Gas, el director y autor de la obra, que llega envuelto en sombreros de ala ancha y fulares multicolores: muy teatral, como corresponde. Hasta la hora de la representación, hacemos tiempo visitando lugares que desconocemos de Mérida, como el Museo Visigodo, un anexo del Museo Romano, que está justo detrás del hotel, en una iglesia de 1602, hoy desacralizada. Nos atrae aprender algo de los visigodos, ese paréntesis histórico, tan ignorado, entre la larga dominación romana y la no menos prolongada España musulmana. Lo único que sé de los visigodos es que los moros los derrotaron en la batalla del Guadalete en el 711. Qué triste que lo único que perdure de ellos en la memoria de la gente sea una derrota. Yo ni siquiera conozco la lista de los reyes godos, como mi suegra. En el Museo Visigodo no hay nadie, y eso que es gratis: una aburrida funcionaria combate el calor namibio tecleando en una tableta. Las paredes de la iglesia necesitan una mano de pintura. Y ni siquiera los responsables del museo parecen demasiado satisfechos con lo que vemos. En la placa que informa sobre los fondos reunidos, leemos que la colección está «expuesta dignamente, pero sin criterio museográfico alguno», y que las piezas «están descontextualizadas». No se les puede reprochar insinceridad, aunque sí algún descuido ortográfico, un asunto que hoy me mortifica más que nunca: «vio» y «dio» no se acentúan. No obstante, es la colección de arte visigodo más importante de España. A Mérida llegaron los alanos en 409; treinta años más tarde, los suevos; y, por fin, los visigodos, que se asentaron en la ciudad. De la presencia de los pueblos germanos en estas tierras han quedado no pocos restos arquitectónicos: laudas sepulcrales, epígrafes funerarios, representaciones del cordero místico, canceles, cimacios y crismones, y hasta un sumidero hexapétalo, cuyo dibujo es igual al que puede encontrarse, dibujado o xerigrafiado, en las fachadas de las casas de la Sierra de Gata. También contemplamos muchas columnas y pilastras, adornadas con motivos geométricos –cruciformes– y vegetales, entre los que destacan los haces de trigo y, sobre todo, los racimos de uva: aquí se ha producido vino desde el Neolítico y los bárbaros no renunciaron a esa admirable tradición; más bien la cultivaron con ahínco. Frente al preconizado salvajismo de los invasores centroeuropeos, los orfebres visigodos demostraron una gran delicadeza: sus trabajos en mármol son de una finura casi femenina, y ninguna tosquedad se advierte tampoco en la joyería y los ajuares personales conservados. Cuando salimos del Museo, nos encaminamos a la basílica de Santa Eulalia, otro lugar que desconocemos de la ciudad, por la calle homónima. Hace un calor insufrible, que solo algunos friquis o turistas temerarios como nosotros se atreven a desafiar. Lo combatimos refugiándonos en todas las sombras y bebiendo mucho: yo, un granizado de lima; Ángeles, de limón. El ayuntamiento colabora a rebajar el ambiente sahariano rociando agua por las calles del centro. Algunos se sitúan debajo de los minúsculos aspersores porfiando por recibir el polvo líquido redentor. Vemos por la calle algunas pintadas imaginativas: Abaixo o capitalismo. Galiza ceibe!, reza una en un idioma que no parece de la zona; − policía + poesía, proclama otra. Yo estoy de acuerdo con las dos. Reparamos en otras manifestaciones del plurilingüismo emeritense: en la fachada cerámica de un antiguo negocio, sabemos de los chocolates Amatller y los jabones Miró. Las jóvenes que pasan semidesnudas por la calle –chanclas, lacónicas camisetas, pantaloncitos minúsculos– me despiertan fugazmente del aplatanamiento que produce el calor. Pienso en Torrente Ballester, cuando, con más de 90 años, vio a una hermosa joven pasar a su lado: «Ah, esto no se acaba nunca», dijo. Le entiendo muy bien. Por desgracia, no podemos visitar la basílica de Santa Eulalia. O sí podríamos, pero no nos parece bien: para hacerlo, hay que comprar una entrada conjunta para todos los monumentos de la ciudad; no se venden entradas para cada uno de ellos. Es, objetivamente, una medida absurda: el ayuntamiento está perdiendo el dinero que los turistas que no puedan o quieran visitar todos los monumentos sí pagarían por visitar alguno o algunos de ellos. A la vuelta al hotel, husmeamos un rato en la librería Martín: yo me compro las memorias de Felicidad Blanc, uno de los personajes más fascinantes de la legendaria El desencanto, y una antología de frases famosas de películas; Ángeles opta, elocuentemente, por un cómic titulado 50 cosas que odio de mi marido. Cuando estamos pagando, musita: «No entiendo por qué se ha limitado a 50…». Ya reingresados al Mérida Palace, pasamos el resto de la tarde en la piscina de infusión, una de esas bañeras en las que uno se mete como una bolsita de té en una taza. No se puede nadar, desde luego –casi no se puede uno ni mover–, pero es agradable estar en remojo y ver, bajo el azul incendiado del cielo, las copas de las palmeras y los tejados de los edificios decimonónicos de la plaza de España, como el ayuntamiento, blanco y amarillo, de 1883, en el que campea una cigüeña, que resiste el calor con el estoicismo de un pararrayos. Ya en el teatro, nos maravilla la magnificencia de las ruinas. La temperatura se ha moderado, y hasta corre una brisa que no abrasa. Desde la fila 1, advertimos el detalle del vestuario y de la interpretación de los actores: con un poco de suerte, su sudor nos caerá en el regazo. Carles Canut sale a escena sin El Mundo Deportivo, y Josep Maria Pou se desenvuelve con la naturalidad y, a la vez, con la majestuosidad de los grandes. Porque lo mejor de este Sócrates son los actores. El texto, centrado en el juicio y la condena del filósofo, no aporta nada que no se supiera ya, e incluso detecto en él algunos errores formales. Añoro aquellos tiempos en que el lenguaje teatral era impecable, un modelo de pulcritud, expresividad y justeza. Un personaje, por ejemplo, habla de «influenciar», un verbo ilegítimo, que ha postergado al más limpio y castellano «influir»; otro «advierte que», cuando no quiere decir que se da cuenta de algo, sino que avisa o previene de algo: debería ser, pues, «advierte de que»; y Sócrates, en fin, afirma que «mi nombre es…», con ese anglicismo estúpido, por innecesario, que está acabando con el más sintético y genuino «me llamo...». Al día siguiente, tras una noche bien dormida, me reúno por la mañana con María José Hernández, de la Editora Regional de Extremadura, a la que llevo mucho tiempo queriendo conocer. María José fue fundamental para que se publicara en la editorial El desierto verde, y me está acompañando asimismo decisivamente en la publicación de La disección de la rosa, la recopilación de reseñas y artículos literarios que está ya en pruebas y que verá la luz en la colección «Perspectivas», si nada se tuerce, el próximo otoño. Charlamos de muchas cosas, casi todas relacionadas con el mundo de la literatura, que a ambos nos apasiona, y luego yo prosigo la charla literaria –y también personal– con otro buen amigo, Elías Moro, con el que hemos quedado para comer. Lo hacemos en el restaurante Yu-Yu (me preocupa el nombre, pero Elías insiste en que no da miedo comer allí, en que allí se come bien), junto al pantano de Proserpina, un embalse también romano, que aún conserva parte de los diques de piedra construidos hace dos mil años. Antes hemos pasado por la otra librería literaria de Mérida, cuya dueña, María, es amiga de Elías, y donde me hago con más libros: él me regala una antología de Aníbal Núñez, y yo me quedo con un poemario de Jerome Rothenberg publicado, hace más de una década, por la añorada colección Germanías. Me gusta visitar estas librerías pequeñas de ciudades pequeñas, porque en ellas suelen encontrarse libros descatalogados, como pecios de un naufragio de papel, o colecciones locales que no llegan a las capitales, o ejemplares de editoriales muertas, que aquí sobreviven como aquellos soldados japoneses de la Segunda Guerra Mundial en las islas del Pacífico, años después de que el conflicto hubiera acabado. En el Yu-Yu damos cuenta de unos bacalos con alioli (nosotros) y de un filete de brontosaurio (Elías, que acaba de volver de Portugal y está ganoso de carne), frente a las aguas plateadas del embalse, que a veces rompe un pez saltarín. Luego cogemos el coche y, con un cansancio taraceado de satisfacciones, volvemos a Hoyos, donde nos esperan nuevas aventuras.