Los hay también que sin necesidad de levantar banderas creen y practican la argumentación cuando llega el momento de inmiscuirse en alguna disputa dialéctica, pero son más moderados que los anteriores, pues juzgan la razón como un arma poderosa servible únicamente en situaciones que se prestan a ello. Amansan lo indómito antes de su domesticación. Siendo conscientes de la relatividad de su poder, hacen uso de él en los momentos y lugares que corresponden. Son los grandes ajedrecistas de la razón, ya que solo en el momento del juego exhiben su arte y manejo. Estos, en verdad, tampoco comulgan con la razón, pues haciendo gala de ella ven la vida como un suelo pantanoso sobre el que rara vez la razón puede pisar sin riesgo a hundirse. Finalmente, los llamados irracionalistas tampoco nos convendrán, pues siguen juzgando cuanto ven de acuerdo con el único criterio de la Razón, sólo que para decidir del mundo que es lo contrario de lo que aquella establece. Son el reflejo del racionalista, cayendo en sus mismas incongruencias. Creen romper con el racionalismo cuando, en verdad, lo siguen practicando sólo que de revés.
Lo dicho sirve para mostrar que una de las grandes limitaciones de nuestra herencia socrática es no haber advertido que junto a la razón se halla el corazón, y con él todo un trazado de caminos con los que comulgar en infinidad de ideas, proyectos y sentires de los que aquella nunca pudo tener noticia. Por el corazón también se conoce, hasta el punto que conocemos por lo que amamos. No se ama lo que se conoce, sino que se conoce lo que se ama. Y si no recuerden su primer amor y verán en su recuerdo dibujado cada uno de los detalles de aquél. Quizá sea este uno de los grandes descuidos de la filosofía: no advertir el elemento erótico en la constitución de los grandes sistemas del pensamiento, de las grandes relatos identitarios y, ahora en tiempos de confrontación, de las grandes disputas dialécticas. Porque el caso es que al corazón debemos que haya racionalistas, moderados y extremos, e irracionalistas.
Y como triunfa Sócrates de la sofística protagórica, alumbrando el camino que conduce a la idea, a una obligada comunión intelectiva entre los hombres, triunfa el Cristo de una sofística erótica, que fatiga las almas del mundo pagano, descubriendo otra suerte de universalidad: la del amor. (Antonio Machado, Juan de Mairena)