Cambiar de moto es renovarse. Es dejar lo viejo, lo conocido, lo sabido, y adentrarse en un nuevo mundo. Un nuevo lenguaje, unos nuevos mandos, otra potencia y otros neumáticos que te ponen en contacto con la nueva realidad que vas a vivir. Y eso, mola. Otra marca, otras técnicas, otra historia y otra tradición. Y otras gentes. La ilusión por lo nuevo, por otro metal. La ilusión que rumias a cada rato porque ves que el momento de la entrega se aproxima. Lo viejo se queda y lo nuevo se va contigo. Y sales dando el primer acelerón que te llena el espíritu y el cuerpo de nuevas sensaciones.
Cambiar de ruta es tomar otra decisión que sustituye a la que traías hasta ahora. Como el fin da igual, lo interesante está en el por dónde. Por dónde voy a llegar a lo que no sé si quiero, a lo que no sé si es correcto, a lo que te pide tu motería. Primero escuchas a tu cabeza y, si no te convence, entonces escuchas al corazón, que suele querer lo mejor para ti. Y dejas que la gente hable y te diga, y escuchas, y tienen razón y no tienen razón, y lo tienes en cuenta y no lo tienes en cuenta. Y no sabes bien, pero cambias la ruta que trazaste porque la tienes que cambiar. Al fin no pasará nada porque sabes de dónde vienes y sabes dónde vas a volver.
Pasar de un estilo a otro es como dejar atrás la ropa que tienes hace veinte años. Es abandonar la forma de pensar y adoptar un nuevo modelo. Es desarrollar tu ser de una manera diferente sin dejar de ser tú. Es un nuevo modelo en el que desarrollarte y no estar dando con la cabeza en el techo de la moto todo el rato. Un estilo de locura -no de cordura-, un estilo de cuero vivo que te protege de los elementos.
Moto, ruta y estilo forman parte de la banda sonora, de la música de la vida del motero, y se sustancian en el pasado, en el presente y en el futuro. Y se aman y se hacen amar porque el sol no es una nota, es una clave.