Dejé el móvil -decía- encima del sillón, encadenado a la pared por el cable del cargador -porque los teléfonos de última generación hacen muchas cosas pero se agotan enseguida- y me fui al balcón, a ver pasar algún satélite por su elíptica, o a contemplar sólo las nubes que el alisio de julio había empujado hasta este norte húmedo y fresco.
Cantaba un grillo detrás de la viña del vecino, espoleado por el silencio estival e intentando protagonizar su propio minuto de gloria cuando los ecos del reaggeton de los coches que pasaban por la carretera se lo permitían.
Y pensé que igual no quería seguir jugando, que mejor ir a dormir, que el juego (los juegos, la vida…), a base de hacerme perder, se había convertido en tedioso, en aburrido, en humillante y en doloroso.
Sonó un tono del whatsapp -otra vez el puto móvil, pensé- y miré de reojo: no era de quien esperaba (o deseaba), y como decidí no jugar más, a nada, con nadie, pulsé el botón de off y me fui a dormir.