Una noche más en blanco entre esas cuatro paredes le resultaba insufrible. Descalza, con pasos sigilosos se deslizó suavemente por la casa, sin apenas rozar el suelo; hacía tiempo que el sonido de sus pasos se había perdido. Sintió cómo su espíritu debilitado, se golpeaba en vanos intentos de traspasar los impenetrables muros de su encierro.Con decisión, se dirigió al antiguo ropero de caoba con puertas de espejo, legado de su abuela materna; trató de buscar en la imagen pálida, escuálida y ojerosa de la mujer que vio reflejada, restos de la joven vital que un día fue. Abrió las puertas con determinación y escogió rápidamente su atuendo; se vistió precipitadamente ocultando el pijama bajo un largo abrigo negro y botas altas a juego; anudándose al cuello la bufanda roja "de la suerte” escogió como signo de valor, aquel llamativo sombrero rojo que jamás seatrevió a usar; por último un ligero toque de carmín en los labios. En sus bolsillos, los documentos y tarjetas. Miró alrededor. Ningún recuerdo que quisiera llevarse. Se acercó al dormitorio y echó un último vistazo a su marido que roncaba como siempre, “a pierna suelta”; observó que su espacio en la cama se había vuelto cada vez más diminuto, como venía sucediendo en casi todos los lugares comunes. No recordaba el momento en que sus miradas dejaron de encontrarse, ni cuando permitió que sus sueños, placeres e inquietudes fueran engullidas por los de él; fue así como dejó de alimentar su espíritu. Soledad sentía que toda esa pérdida iba estrechamente unida a la de su dignidad. Desde el umbral envió un adiós silencioso, sin reproches, a una convivencia desahuciada. Nada mas cerrar la puerta tras de si, su mirada se llenó de estrellas; recibió el aire frío en su rostro como una caricia; respiró profundamente antes de sumergirse en la noche y caminó sin mirar atrás escuchando complacida el sonido de sus pasos.Texto: Isabel Machín García.