Sentirse solo no es cuestión de edad ni de un momento determinado de la existencia. Desde mi más tierna infancia, me sentía diferente en la escuela al creerme más torpe que cualquier compañero y al alejarme de los juegos que consideraba violentos, exigían fortaleza o contacto físico y precisaban de alguna habilidad de la que siempre carecía, sin importar cual fuera. Rehuía de pandillas y vigilaba a los demás desde la distancia para evitar encontronazos que me empujaran a participar en grupos o juegos indeseados por temor a fracasar o defraudar las expectativas que pudiera despertar. Nunca me integré entre los revoltosos de clase ni entre los empollones, transitando prácticamente invisible por la vulgaridad de los que apenas se distinguen de la masa anodina y pacífica y a la que hasta los profesores les costaba trabajo identificar e individualizar. Buscaba refugio y compañía en libros, en los tipos de letras en que estaban impresos, en sus fotografías e ilustraciones y hasta en su encuadernación, más por curiosidad y distracción que por afán de estudio. En esos tiempos imberbes, me daba por deambular solitario por patios y jardines, y fuera del horario escolar, por los alrededores de la casa y del barrio. Me había convertido en una especie de vagabundo camuflado entre el alumnado de un colegio y los niños de una vecindad, lo que no me eximió de peleas y chichones que afianzaron mi rechazo a la bulla y las multitudes. Ya de chico era un preso de la soledad, aunque estuviera acompañado de compañeros, amigos y familiares.
Ahora que estoy a punto de jubilarme, sigo siendo un terco de la soledad y valoro sobremanera ese tiempo dedicado a la introversión más que cualquier otra diversión o tarea a la que pueda entregarme. Pero soy consciente de que se trata de un tipo de soledad autoimpuesta, un refugio para tímidos y desconfiados de sí mismos y de los demás, y no esa angustiosa soledad de los abandonados a su suerte, de los rechazados por los demás, de los que han perdido familiares, amigos, salud, empleo o estima y sobreviven al pairo de la indiferencia y el desprecio de los que apartan su mirada, el gesto y la ayuda para no verlos, como si no existieran. Son dos soledades distintas: una es multitudinaria, siempre rodeada de gente dispuesta a acogerte, y la otra es náufraga, flota entre la indiferencia del gentío y se hunde inevitablemente en la miseria, la enfermedad y el desarraigo más inclementes.
En definitiva, soy consciente de ser afortunado de disfrutar de una soledad multitudinaria, concurrida de afectos. Un lujo.