De mi familia no supe nada. Incluso desde antes de la "crisis". Me desconecté de sus vidas y ellos de la mía, así que no hay resentimiento, sólo gratitud por la buena niñez. Ahora sus opciones son tan vastas como las mías: sobreviven, están muertos-muertos, o muertos-vivos. Para mi tranquilidad espero que estén muertos-muertos. Lo de las niñas del supermercado no es la primera vez que me sucede. Hace unos días me topé con el ancianato de la ciudad. Entré para ver sin encontraba algo de valor: comida, combustible, agua, lo que fuera que se pudiera canjear o comer. No encontré nada más que algunos zombies ancianos más inválidos y flacos que sus versiones vivas. Les hice un bien cuando les corté la cabeza. Cuando reconocieron mi olor su expresión no fue de hambre o de odio. Más bien creo que se sintieron aliviados de que alguien se tomara la molestia de terminar con su calvario. En la exploración del edificio, luego de acabar con los zombies viejos, me topé con el sótano que era también la bodega. Ahí encontré a un grupo de 15 viejos que sobrevivían con la despensa del asilo. "Vivían" entre su propia mierda y orina. Algunos de ellos estaban muriendo por que no tenían medicinas. Al menos tres de ellos tenían los pies gangrenados y otros dos habían perdido la razón por completo. No dejaban de gritar y atacar al resto. Era un pequeño y vetusto infierno. Cuando me vieron con el hacha y la escopeta al cinturón, los más sanos casi me imploraron que los matara. No me lo dijeron, pero no era necesario. Estaban desesperados y añoraban la muerte. La propia o la ajena. Pero nadie se atrevía a hacer nada. Eran demasiado débiles como para pensar que tenían todavía alguna elección. Tomé algunos litros de agua, carne seca y dulces. Rocié con bilis de zombie la puerta del sótano y dejé algunos cadáveres cerca para ahuyentar a los "vivos". El viejo más lúcido, al que por cierto tuve que golpear para que no me pegara y arañara cuando tomé los víveres, me pidió que lo llevara. Me suplicó, me dijo que no me causaría problemas, pero no lo escuché. Abrí la puerta y me largué. Y no tengo culpas. Ya los puedo oler. Se acercan. Lo curioso es que no tengo miedo. Al contrario. Sé que puedo escapar, que aunque sean 500 o 600 puedo correr más rápido, soy más fuerte y estoy armado. Pero hay que aceptar la derrota. Estoy solo en el mundo de los vivos y quizás acompañar a los muertos me haga bien. Me queda un tiro en la escopeta. Sólo espero que lo primero que se coman sean mis sesos embarrados en las paredes.
De mi familia no supe nada. Incluso desde antes de la "crisis". Me desconecté de sus vidas y ellos de la mía, así que no hay resentimiento, sólo gratitud por la buena niñez. Ahora sus opciones son tan vastas como las mías: sobreviven, están muertos-muertos, o muertos-vivos. Para mi tranquilidad espero que estén muertos-muertos. Lo de las niñas del supermercado no es la primera vez que me sucede. Hace unos días me topé con el ancianato de la ciudad. Entré para ver sin encontraba algo de valor: comida, combustible, agua, lo que fuera que se pudiera canjear o comer. No encontré nada más que algunos zombies ancianos más inválidos y flacos que sus versiones vivas. Les hice un bien cuando les corté la cabeza. Cuando reconocieron mi olor su expresión no fue de hambre o de odio. Más bien creo que se sintieron aliviados de que alguien se tomara la molestia de terminar con su calvario. En la exploración del edificio, luego de acabar con los zombies viejos, me topé con el sótano que era también la bodega. Ahí encontré a un grupo de 15 viejos que sobrevivían con la despensa del asilo. "Vivían" entre su propia mierda y orina. Algunos de ellos estaban muriendo por que no tenían medicinas. Al menos tres de ellos tenían los pies gangrenados y otros dos habían perdido la razón por completo. No dejaban de gritar y atacar al resto. Era un pequeño y vetusto infierno. Cuando me vieron con el hacha y la escopeta al cinturón, los más sanos casi me imploraron que los matara. No me lo dijeron, pero no era necesario. Estaban desesperados y añoraban la muerte. La propia o la ajena. Pero nadie se atrevía a hacer nada. Eran demasiado débiles como para pensar que tenían todavía alguna elección. Tomé algunos litros de agua, carne seca y dulces. Rocié con bilis de zombie la puerta del sótano y dejé algunos cadáveres cerca para ahuyentar a los "vivos". El viejo más lúcido, al que por cierto tuve que golpear para que no me pegara y arañara cuando tomé los víveres, me pidió que lo llevara. Me suplicó, me dijo que no me causaría problemas, pero no lo escuché. Abrí la puerta y me largué. Y no tengo culpas. Ya los puedo oler. Se acercan. Lo curioso es que no tengo miedo. Al contrario. Sé que puedo escapar, que aunque sean 500 o 600 puedo correr más rápido, soy más fuerte y estoy armado. Pero hay que aceptar la derrota. Estoy solo en el mundo de los vivos y quizás acompañar a los muertos me haga bien. Me queda un tiro en la escopeta. Sólo espero que lo primero que se coman sean mis sesos embarrados en las paredes.