El día 1 de enero, celebrábamos la solemnidad de Santa María Madre de Dios, iniciando así el año nuevo de la mano de la Virgen. A ella, la Virgen fiel, que hace posible el nacimiento del Señor, le pido para todos los fieles de la Archidiócesis que el año 2015 sea verdaderamente un año de gracia, un año de fidelidad y de mucha fecundidad espiritual. Con palabras de la primera lectura de la Eucaristía de dicha fiesta, os deseo a todos que en el nuevo año, "el Señor os bendiga y os proteja, ilumine su rostro sobre vosotros y os conceda su favor; [que] el Señor se fije en vosotros y os conceda la paz". El próximo martes celebraremos la solemnidad de la Epifanía del Señor. Epifanía significa manifestación de Dios. En la Historia de la Salvación, Dios se ha ido manifestando paulatinamente. Al principio, a través de signos materiales, la zarza, el arca, el templo… Después, por medio de los profetas. Con el nacimiento de Jesús, comienza la etapa definitiva de la manifestación plena de Dios a la humanidad. Desde entonces nos habla, se nos hace cercano y accesible no a través de intermediarios, sino por medio de su Hijo, igual a Él en esencia y dignidad, reflejo de su gloria e impronta de su ser. Él es su Verbo, el origen y causa de todo lo que existe, la vida y la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. Él es la Palabra eterna del Padre que en la Nochebuena se hace carne y planta su tienda entre nosotros.
A lo largo de estos días de Navidad nos hemos acercado con admiración y piedad infinitas a la cueva de Belén para contemplar al Niño en el pesebre. Y hemos comprobado que el Hijo eterno de Dios se ha hecho hombre verdadero, con nombre y apellidos, con una genealogía, con un lugar de nacimiento y con una familia tan sencilla como extraordinaria. El que no tenía carne, el que era todo simplicidad, el que era puro espíritu inmaterial, asume nuestra carne. Se despoja de su rango y toma la condición de esclavo pasando por uno de tantos. Deja el seno cálido del Padre y emprende el duro camino de los hombres. Se hace, como escribe San Juan de Ávila, romero y peregrino. Vive en la intemperie y el desierto. No pasa de puntillas junto a nosotros. Asume nuestra naturaleza con todas sus consecuencias, excepto el pecado, sin rehusar la debilidad y la fragilidad del ser humano. Sudará, sentirá el cansancio, la fatiga y la tristeza. Necesitará comer y descansar. Experimentará el dolor y la pobreza, hasta el punto de no tener donde reclinar su cabeza.
Por amor a los hombres, se hace el encontradizo con nosotros y rompe los cálculos de una ley de mínimos, hasta dejarse crucificar. Por ello, la única actitud posible en estos días es la adoración rendida ante el Dios que se despoja de su rango y se hace niño, como hacen los pastores y los Magos, y la gratitud inmensa ante el amor inaudito de Dios, sin límites ni tasas, que hace exclamar a san Juan “Tanto amó Dios al mundo, que le envío a su Hijo Unigénito para que los hombres tengan vida eterna”.
Que en estos días de Epifanía, al mismo tiempo que seguimos contemplando el misterio del Dios hecho niño, le agradezcamos con emoción el don de la fe que recibimos el día de nuestro bautismo, la auténtica y verdadera manifestación de Dios en nuestras vidas; y que tratemos de hacerla cada día más viva y operante de modo que penetre en todas las entretelas de nuestra alma, de nuestra vida personal, de nuestra vida familiar, de nuestros empeños y proyectos.
La Epifanía, junto con Pentecostés, es la gran fiesta de la misión universal de la Iglesia, una fiesta de una intensa tonalidad apostólica y misionera. La mejor manera de agradecer a Dios su manifestación en Jesucristo y el regalo de la fe es renovar nuestro compromiso misionero, de modo que la manifestación que comenzó con la adoración de los Magos, siga extendiéndose al mundo entero con nuestra colaboración, con nuestra oración, nuestra palabra y nuestro testimonio.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla