El año se abre en el nombre de la Madre. Madre de Dios es el título más importante de la Virgen. Pero nos podemos plantear una cuestión: ¿Por qué decimos Madre de Dios y no Madre de Jesús? Algunos en el pasado pidieron limitarse a esto, pero la Iglesia afirmó: María es Madre de Dios.
Tenemos que dar gracias porque estas palabras contienen una verdad espléndida sobre Dios y sobre nosotros. Y es que, desde que el Señor se encarnó en María, y por siempre, nuestra humanidad está indefectiblemente unida a él. Ya no existe Dios sin el hombre: la carne que Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo será para siempre. Decir Madre de Dios nos recuerda esto: Dios se ha hecho cercano con la humanidad como un niño a su madre que lo lleva en el seno.
La palabra madre (mater) hace referencia también a la palabra materia. En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho pequeño, se ha hecho materia, para estar no solamente con nosotros, sino también para ser como nosotros. He aquí el milagro, la novedad: el hombre ya no está solo; ya no es huérfano, sino que es hijo para siempre. El año se abre con esta novedad. Y nosotros la proclamamos diciendo: ¡Madre de Dios! Es el gozo de saber que nuestra soledad ha sido derrotada.
Es la belleza de sabernos hijos amados, de conocer que no nos podrán quitar jamás esta infancia nuestra. Es reconocerse en el Dios frágil y niño que está en los brazos de su Madre y ver que para el Señor la humanidad es preciosa y sagrada. Por lo tanto, servir a la vida humana es servir a Dios, y que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que es anciana, la que sufre y está enferma, también la que es incómoda y hasta repugnante, debe ser acogida, amada y ayudada.
Dejémonos ahora guiar por el Evangelio de hoy. Sobre la Madre de Dios se dice una sola frase: «Custodiaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Custodiaba. Simplemente custodiaba. María no habla: el Evangelio no nos menciona ni tan siquiera una sola palabra suya en todo el relato de la Navidad. También en esto la Madre está unida al Hijo: Jesús es infante, es decir «sin palabra».
Él, el Verbo, la Palabra de Dios que «muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado» (Hb 1,1), ahora, en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), está mudo. El Dios ante el cual se guarda silencio es un niño que no habla. Su majestad es sin palabras, su misterio de amor se revela en la pequeñez. Esta pequeñez silenciosa es el lenguaje de su realeza. La Madre se asocia al Hijo y custodia en el silencio.
Y el silencio nos dice que también nosotros, si queremos custodiarnos, tenemos necesidad de silencio. Tenemos necesidad de permanecer en silencio mirando el pesebre. Porque delante del pesebre nos descubrimos amados, saboreamos el sentido genuino de la vida. Y contemplando en silencio, dejamos que Jesús nos hable al corazón: que su pequeñez desarme nuestra soberbia, que su pobreza desconcierte nuestra fastuosidad, que su ternura sacuda nuestro corazón insensible.
Reservar cada día un momento de silencio con Dios es custodiar nuestra alma; es custodiar nuestra libertad frente a las banalidades corrosivas del consumo y la ruidosa confusión de la publicidad, frente a la abundancia de palabras vacías y las olas impetuosas de las murmuraciones y quejas.
El Evangelio sigue diciendo que María custodiaba todas estas cosas, meditándolas. ¿Cuáles eran estas cosas? Eran gozos y dolores: por una parte, el nacimiento de Jesús, el amor de José, la visita de los pastores, aquella noche luminosa. Pero por otra parte: el futuro incierto, la falta de un hogar, «porque para ellos no había sitio en la posada» (Lc 2,7), la desolación del rechazo, la desilusión de ver nacer a Jesús en un establo.
Esperanzas y angustias, luz y tiniebla: todas estas cosas poblaban el corazón de María. Y ella, ¿qué hizo? Las meditaba, es decir las repasaba con Dios en su corazón. No se guardó nada para sí misma, no ocultó nada en la soledad ni lo ahogó en la amargura, sino que todo lo llevó a Dios. Así custodió. Confiando se custodia: no dejando que la vida caiga presa del miedo, del desconsuelo o de la superstición, no cerrándose o tratando de olvidar, sino haciendo de toda ocasión un diálogo con Dios. Y Dios que se preocupa de nosotros, viene a habitar nuestras vidas.
Este es el secreto de la Madre de Dios: custodiar en el silencio y llevar a Dios. Y como concluye el Evangelio, todo esto sucedía en su corazón. El corazón invita a mirar al centro de la persona, de los afectos, de la vida.
También nosotros, cristianos en camino, al inicio del año sentimos la necesidad de volver a comenzar desde el centro, de dejar atrás los fardos del pasado y de empezar de nuevo desde lo que importa.
Aquí está hoy, frente a nosotros, el punto de partida: la Madre de Dios. Porque María es exactamente como Dios quiere que seamos nosotros, como quiere que sea su Iglesia: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del pecado, unida a Jesús, que custodia a Dios en su corazón y al prójimo en su vida. Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el corazón de la Iglesia. La fiesta de hoy nos dice que para ir hacia delante es necesario volver de nuevo al pesebre, a la Madre que lleva en sus brazos a Dios.
La devoción a María no es una cortesía espiritual, es una exigencia de la vida cristiana. Contemplando a la Madre nos sentimos animados a soltar tantos pesos inútiles y a encontrar lo que verdaderamente cuenta. El don de la Madre, el don de toda madre y de toda mujer es muy valioso para la Iglesia, que es madre y mujer.
Y mientras el hombre frecuentemente abstrae, afirma e impone ideas; la mujer, la madre, sabe custodiar, unir en el corazón, vivificar. Para que la fe no se reduzca sólo a una idea o doctrina, todos necesitamos de un corazón de madre, que sepa custodiar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre. Que la Madre, que es el sello especial de Dios sobre la humanidad, custodie este año y traiga la paz de su Hijo al corazón de todos los hombres y al mundo entero.
(Homilía de S.S. el Papa Francisco. 1 de enero de 2018)