Sólo para escritores*

Por Gfg
Dices que eres escritor o poeta. Nadie te lo va a refutar. Sobre todo porque hay millones de personas como tú proclamándose escritores, poetas, pensadores, en la televisión, en las tiendas de barrio y en cuanto estrado de colegio para bachilleres esté dispuesto. Escritor, sí. Esta época te permitirá imaginar que lo eres. Reúnes las condiciones: sabes leer y escribir, posees una tribuna en Internet o en tu medio social (unas cuantas personas que también se hacen llamar escritores aguantan tus ocurrencias garrapateadas en hojas de papel sólo si aceptas soportar las de ellas) y, sobre todo, posees buena voluntad, rectitud de intención, ánimos. Basta con eso. Con querer serlo.
Al fin y al cabo estamos gozando de la democracia participativa. Si te place, ahí están las redes sociales virtuales y sus puertas siempre abiertas: puedes publicar esos renglones cortos que descienden cual cuentas de collar barato, a los que llamas con orgullo “poemas”. Si tienes un poco más de arrojo, impudicia, autoestima, nadie te impedirá financiar la publicación en libro de tus creaciones acompañada, se supone, del pomposo lanzamiento, los aplausos, las ovaciones de los seres queridos, el elogio de los amigos.
Todos somos escritores. Nada singular ni áureo subyace en este oficio. ¿Eres escritor? También yo lo soy. Un jueves por la tarde - después del almuerzo - henchidos de personalidad y observando nuestro vaso medio lleno, nunca medio vacío, pensando lo mejor de nosotros mismos, decidimos ser escritores. Escribimos. Nos dieron dos o cuatro palmadas en la espalda. Muy sonrientes, seguimos escribiendo. Y aquí estamos. El clima nos ha favorecido. Nuestra nación ostenta expresidentes poetas y a varios senadores que tejen libros donde pontifican acerca de la paz, la tolerancia; cada rincón, enclave y escondite de este país posee por lo menos cincuenta ciudadanos que borronean versos, narraciones, pensamientos optimistas al vuelo. Nuestros progenitores, todos los miembros de nuestra familia; nuestros maestros y amos; nuestros enemigos y rivales. Todos son escritores. Podrían organizarse trescientos sesenta y cinco festivales literarios al año para que quienes escriben se dieran a conocer (muy importante, cuando se es escritor, mostrarse). Y no serían suficientes. Quedarían poetas y escribanos, cientos de miles, por fuera.
Cuán lejanos esos tiempos de bárbaras naciones en los que se debía pasar por un periodo formativo para ser escritor. Costaba días enteros y grandes esfuerzos pulir un manuscrito. Cuán primitivos esos olvidados decenios en los que un requisito a la hora de escribir era leer las narrativas, la poesía o la ensayística de ciertas tradiciones (dicho sea de paso: “tradición”, obscena, repugnante palabra). Si deseabas construir un cuento o una novela debías revisar con anticipación estudiosa a los maestros antiguos, Cervantes, Laurence Sterne, acaso Flaubert, pues ellos de seguro te señalarían un sendero. Así, aprendidas las técnicas, el oficio, tú mismo lograbas de manera rigurosa constituir tus propios edificios literarios. Qué aburridos, qué desgastantes aquellos requisitos del pasado.
Hoy, por fortuna, puedes ser escritor sin leer, sin recibir ni compartir educación de ningún tipo, sin críticas mendaces. Los escritores de hace cuatrocientos o doscientos años se complicaban mucho la vida. Haremos bien en compadecerlos.
A propósito de formación, mira el deplorable espectáculo de los talleres literarios, esos espacios aterciopelados donde un supuesto especialista sugiere trucos y pases de magia para escribir. Qué pérdida de tiempo, dinero, energía. Excepto si el taller es impartido por un escritor famoso que después te encumbrará en los fabulosos salones de la publicidad - mientras lo nombres y le agradezcas cada cinco segundos - , un grupo de personas leyéndose y juzgándose mutuamente, corrigiéndose, coqueteándose, resulta inoficioso. Tú no necesitas talleres de índole ninguna. Esas son supersticiones premodernas. Una persona común y corriente no posee la autoridad moral ni emocional, no posee la madurez para venir a enjuiciar tus espléndidos e impecables manuscritos. Tú eres tu propio jefe y juez. Eres escritor. Lo que debes hacer es escribir y no más. Alguien te leerá. A ningún lector, hoy por hoy, le importa la cohesión textual, las faltas de ortografía que no logró enmendarte el computador, la tableta; convencional, sentimental o plagiario, alguien te leerá. Para tales efectos estamos en una democracia. Tenemos el derecho a escribir. Además hay clientes para todo.
Si logras poner tus escritos en consideración del par de confidentes que te alaban, te habrás graduado. No recrimines al pintor que escribe poemas. No abomines del músico o del periodista que publican novelas exitosas. Ellos son tus colegas, andan como tú en pos del dinero, la celebridad; sabedores del carácter impostado en los fenómenos literarios, para ellos y para ti la literatura es sólo un eslabón en la cadena de la fama. Los adornos en tu currículo deben, tienen que ser tus inmortales páginas.
Nada de “la escritura es un trabajo, un llamado secreto, el destilar de una misteriosa obsesión”. Esas son necedades ya superadas. Lanza al mundo tus textos, sin miedo. Se trata de la más bonita y simpática distracción, un modo de vencer el stress o el spleen - semejante a sacar de paseo a tu perro o ir al gimnasio -.Ahora, si lo que deseas es lucrar y comer de tus geniales escritos, el desafío es a otro precio. Y mayor. Tendrás que inspeccionar el mercado con detenimiento. Tu misión, si decides aceptarla, es entender qué se vende, cómo se vende, y en consecuencia redactar lo que estés plenamente seguro de poder traficar. Sólo te comprarán la auténtica literatura: truculencias sadomasoquistas para madres de familia, esoterismos con bastante suspenso. O recetas de cocina. En este campo, como en los demás aspectos del sabio y justo comercio, sólo los extremos dan billetes. Explotas las bajezas instintivas del consumidor, o le hablas de lo linda que es esta vida para ganártelo, para hacerle creer que somos fuertes pues pensamos cosas buenas, los buenos somos más, etcétera...

* Artículo de Dario Rodrigo publicado en Revista Coronica