Tenía apenas seis años y, aunque era muy pequeño, aquella visión se quedó tan gravada en mi cabeza que veinte años después todavía se me contrae el cuerpo al pensar en aquella imagen tan real que me corta la respiración.
Odiaba irme a dormir. Eso era un hecho probado, pero todavía odiaba más irme a dormir en una cama que no era la mía y en una habitación desconocida. No me gustaba nada quedarme a dormir en casa de mis abuelos y prefería mil veces quedarme solo que en su casa.
No es que tuviera miedo de dormir allí, lo que tenía era autentico terror.
Mi abuelo se encargaba de ello.
Le gustaba darme miedo y me contaba sus historias terroríficas que hacían imposible irme acostar aunque intentara demostrar que era un valiente. De eso nada, era un auténtico miedica.
Mi abuela lo regañaba y me decía que no debía tener miedo a algo que no existía, pero mi abuelo se mofaba de mí y recuerdo que me repetía siempre:
—Sí que existen. Sólo se necesita miedo para que existan.
Y tal vez fuera eso lo que hizo que la noche de la tormenta, una de aquellas historias traspasara la línea entre realidad y ficción. Por alguna razón, que todavía desconozco, se estaba materializando en mi habitación.
Al principio no lo veía claro, era una sombra vaga que podía deberse a la proyección de algún objeto de la habitación. Sólo cuando cambió de lugar ante mis ojos empecé a asustarme de verdad.
Bueno, no solo eso. La sombra iba acompañada de un susurro espectral. Como una respiración pausada y un sonido ahogado.
—¿Quién eres?— pregunté a la nada sin saber muy bien a quién me dirigía.
Nada. Silencio. La respiración cesó.
Me acosté de nuevo en la cama con la intención de dormirme, pensando que tal vez había sido debido al paso transitorio de la vigilia al sueño en que a veces crees estar despierto pero en realidad duermes.
Pero volví a sentir una presencia y una respiración entrecortada. Esta vez más agudizada.
Me levanté de golpe. Aquello no era producto de mi imaginación ni era un sueño. Era real, allí había alguien.
Entonces ya me quedé completamente petrificado. La presencia se encontraba a mi lado.
Una presencia invisible cerca de mí me hacía mantenerme quieto, no mover ni un solo músculo. Entonces, sentí algo extraño. Olía a tierra, a humedad. Ese olor característico a tierra mojada.
—Si respiras… Te como —alguien me susurró al oído—. He venido a por ti.
Mi corazón empezó a palpitar frenéticamente y mi cuerpo temblaba. Notaba que mi frente estaba empapada en sudor y el miedo que sentía me oprimía todos los huesos.
El olor a tierra iba acompañado de un ambiente cálido que me indicaba que provenía de la presencia invisible de mi habitación.
Como un acto reflejo —que aún no sé ni porqué lo hice ni cómo tuve el valor de hacerlo— ante la amenaza oculta que en el ambiente se encontraba, encendí la luz de mi lamparilla y mis ojos pudieron ver la presencia de una mujer muy hermosa. Yo apenas contaba con seis años pero la belleza de aquel ser no me dejó indiferente. Era bellísima, con largos cabellos rubios y mirada azul cristal.
Se cubrió el rostro rápidamente como si la luz de la lámpara le doliese y al cubrirse pude verla mejor. Era un ser con rostro y cuerpo de mujer pero en vez de piernas tenía una larga cola de serpiente.
Lo tuve claro. Era una Lamia. Mi abuelo me había hablado de ellas. Primeras mujeres vampiro y predilección por raptar niños y beberse su sangre.
La lamia venía a por mí, no había duda.
—Sé quién eres— le dije sin darme cuenta de mis palabras. Me tenía fascinado y hablaba como hechizado.
La lamia se descubrió el rostro y me miró extrañada. Se acercó a mí deslizándose por la estancia y de un golpe seco tiró la lamparilla al suelo rompiéndola en el acto. La habitación quedó a oscuras de nuevo. Solo un pequeño halo de luz entraba por la ventana y podía verse con dificultad y entre sombras lo que ocurría en la estancia.
Cuando me di cuenta me encontré tumbado en la cama con aquel ser encima de mí. Notaba su cálida presencia y el olor a fuego que desprendía su aliento cuando abrió la boca. Por extraño que pareciera no tenía miedo y el perfume que desprendía me resultaba extrañamente embriagador. Cerré los ojos, sabía que ese era mi final y ante la majestuosidad de aquel ser sobrenatural, ¿qué podía hacer un niño como yo? No tenía ninguna posibilidad de sobrevivir.
En cambio, la sorpresa llegó cuando no pasó nada.
Abrí los ojos y ante mi incredulidad ya no estaba pero había dejado un mensaje en el ambiente que parecía decir que volvería.
Aún recuerdo su olor y su hermosa imagen, así como su presencia y por eso, el día en que la volví a ver, la reconocí al instante.
Allí estaba, sentada en la cama de mi habitación. Esperándome y mirándome, como quien mira a su presa. Con una mirada seductora y maligna que me volvió a embaucar.
Me acerque a ella, despacio. Quería besar sus labios rojos y carnosos. Que sus brazos me rodearan. No me resistiría. Nunca tuve la intención de hacerlo.
Me dejé acariciar por sus suaves manos y su cola fría me abrazó con fuerza. Sus labios se acercaron a mí y su rostro por un momento dibujo una mueca grotesca.
Sonrió y pude ver unos dientes afilados que se morían por morderme.
—Vengo a por ti— dijo finalmente—. Vengo a comerte.
Y en ese momento fue como si despertase del encantamiento que aquel ser maligno había ejercido sobre mi voluntad. Recordé las palabras de mi abuelo, cuando me decía que los monstruos existían siempre que tuviese miedo…
—¡No te tengo miedo! —Exclamé decidido— ¡No existes! —Grité cerrando los ojos.
Seguí gritando lo mismo una y otra vez apretando los ojos tanto que llegué a pensar que estallarían de la presión.
De pronto, noté que nada me oprimía las extremidades, la calidez había desaparecido… Entonces abrí los ojos y me encontré solo en la habitación.
Durante unos minutos no tuve claro si lo que acababa de ocurrir había sido verdad, si todo lo vivido lo había sido… Pero estuve seguro de que jamás volvería a tener miedo, porque ellos se alimentaban de esa emoción, vivían a través de ella.
Hoy en día aun me cuesta creer en aquello, sin embargo, una parte de mí recuerda con claridad aquel terrible encuentro, aquella macabra promesa… Vengo a comerte
Y, sobre todo, aquel aroma embriagador que continuó perfumando mi habitación durante mucho tiempo, como si el mal me vigilase esperando que bajase la guardia para saltar sobre mí en la noche.
Un relato de Ann Joan Berenguer© Todos los derechos reservados.