Esta mañana, como muchas tardes y tantas otras noches, me he puesto a leer por encima las novedades de nuestra crónica social. Y lo que más llamó mi atención esta vez es la forma en la que los medios tienden a retratar las tragedias familiares y los dramas ajenos. Qué gusto les da escribir con ese cinismo repugnante. Cómo les encanta fingir que sienten pena a través de frases afectadas, artificiales, falsamente conmocionadas por la situación, cuando en realidad disfrutan sacando jugo a las desgracias de los demás para atraer lectores.
Lectores que a un solo clic acceden a una noticia carroñera sobre vidas privadas, matrimonios rotos, hijos desaparecidos. Afirman tener todas las causas del caso, aún cuando la policía ni ha llegado al lugar de los hechos. Saben todo sin haber preguntado a nadie, sin haber escuchado nada, porque ¿qué importan las verdades si las mentiras se venden como rosquillas?
No estuvieron ahí para verlo, pero los medios milagrosamente conocen todos los porqués de un asesinato, publican fotos de la víctima robadas de sus redes sociales y dan a conocer a presuntos culpables con una velocidad de vértigo. Sacan punta hasta cuando una declaración consta de tan solo un "sí" o un "no"; son capaces de escribir 500 palabras por cada monosílabo del entrevistado.
Más aún, qué decir de esa alucinante habilidad para indagar en la vida familiar de una persona que ha perdido a un ser querido en un accidente, en una fatal calamidad. Increíble cómo de un día para otro esa gente ve violada su privacidad porque su nombre, profesión, estado civil, clase social y hasta última comida están retratadas en las noticias más frescas de algún periódico de pacotilla que se empeña en mancillar el nombre del periodismo.
Y en medio de todos los titulares sensacionalistas, la tergiversación, la falta absoluta de sensibilidad y respeto por el dolor ajeno (ahora es cuando recuerdo lo de las amebas y su capacidad emocional nula), estamos nosotros. Los que leemos. Los que queremos más. Pulsando en el enlace, leyendo con espanto y fascinación, mirando de cerca los detalles, creyéndonoslo todo. Más culpables que ellos, nosotros, que les pedimos más. Porque, al final, solo somos eso: morbo.