Sólo tú.

Publicado el 30 julio 2017 por José Antonio Ribes Pérez @Josan_Ribes


 Ilustración Sara Herranz.Abrió el mueble situado entre las dos butacas y extrajo el marco con la fotografía de Pilar. La foto que siempre sostenía entre las manos. La foto con la que hablaba tan y tan a menudo. La foto que le unía al pasado mientras buscaba la forma de proyectarse hacia el futuro.
Se la tendió a Beatriz.
Durante unos segundos, diez, quizás quince, ella la contempló, mitad seria, mitad apacible. Cuando acabó le miró y sin devolvérsela comentó:
—Era muy guapa.
—Sí —manifestó él.
—Tuvo que ser duro, ¿verdad?
—Aquel maldito loco borracho y sin carné… —chasqueó la lengua—. Murió al instante. Ni siquiera pude hacer nada, ni consolarla, ni decirle… no sé, algo, lo que fuera. Creo que ni se enteró, lo cual no deja de ser un consuelo.
Ahora sí le entregó el marco.
Rogelio ya no lo ocultó en el mueble. Lo colocó en su sitio.
—Tengo sed —dijo Beatriz.
—Oh, perdona… ¿Qué quieres?
—Agua.
—¿No te apetece…?
—Sólo agua.
Le vio salir de la sala y entonces se sentó en el sofá, en cuclillas, con la camiseta cubriéndola casi por completo. Agitó su cabello con violencia, para expandirlo y liberarlo. Todavía sentía algo de humedad, sobre todo en las puntas. La temperatura era agradable y se sentía bien, cómoda.
En paz.
Ningún nerviosismo.
Algo extraño.
Como si toda la vida hubiese sido la misma que era ahora, con Rogelio.
El dueño de la casa reapareció casi al momento. Llevaba un vaso de agua para ella y una cerveza para él. Le tendió el vaso y se sentó a su lado, con el cuerpo vuelto en su dirección. Beatriz apuró la mitad y luego lo dejó en la mesita. Rogelio bebió dos sorbos de su cerveza y en su caso dejó la botellita en el suelo.
Tocaban más besos.
Más caricias.
Quizás por esa misma razón volvieron a hablar.
O a intentarlo.
—Me alegra de que estés aquí.
—Y yo.
—¿No te da miedo?
—No —aseguró relajada.
—Desde el primer momento esto ha sido tan extraordinario…
—En casos así lo mejor es cerrar los ojos y dejarse llevar.
—Eres increíble.
—No te ciegues.
—Lo que te dije por teléfono…
—No, cállate. Ven.
Le abrió los brazos para que él volviera a hundirse en su cuerpo y los dos buscaron sus bocas para reemprender aquel mudo diálogo hecho de besos. Beatriz le acarició el rostro, la nuca. Rogelio persiguió por primera vez su carne, subiendo por su brazo hasta el hombro, la espalda. Creyó enloquecer cuando escuchó aquel leve gemido y Beatriz tembló.
La caricia se hizo ansiedad.
Retiró la mano de la bocamanga de la camiseta, y la deslizó hacia abajo. Cuando la introdujo por el hueco rozó el muslo, duro, y lo presionó suavemente. No estaban cara a cara, fundidos, sino de lado, así que su mano pudo moverse libremente. La cintura, la curva lateral, el vientre plano, la hendidura del ombligo, el pecho de Beatriz.
Ahora el que gimió fue él.
Tan delicado…
—Cuidado —musitó ella—. Los tengo muy sensibles…
—Sí —jadeó.
Todo le empujaba. Todo menos aquella voz que le hablaba desde una distancia cada vez más pequeña.
Rozó el pezón súbitamente endurecido.
—Rogelio… —el aliento le golpeó la cara.
—¿Qué?
—No pensaba que esto pudiera suceder.
—Yo tampoco.
—Ni siquiera sé si estoy… preparada —ahogó un profundo suspiro que le subía desde lo más profundo de su ser.
La cabeza le daba vueltas.
—Soy yo el que no lo está —admitió él.
La presión menguó. El pezón quedó libre de pronto, mientras la mano retrocedía, bajando por el seno, el vientre, el ombligo, la cintura, el muslo…
Beatriz apoyó la frente en sus labios, sin dejar de temblar.
—Dios… —exhaló Rogelio—. Tienes diecisiete años.
—¿Si tuviera dieciocho sería distinto?
—No lo sé —se mordió el labio inferior y reaccionó—. Sí, supongo que sí.
—¿Temes que te denuncie por violación de una menor? —quiso bromear sin ganas.
—He hecho muchas locuras en la vida, muchas, demasiadas. Pero nada por lo que deba avergonzarme o de lo que pueda sentirme culpable.
—La culpa —desgranó Beatriz—. El gran dilema de las parejas de hoy siempre la tiene de trasfondo. Uno duda, el otro siente el peso de la culpa. Alguien la definió una vez como una de las lacras más absurdas de la religión católica.
—Pero sin culpa habría… no sé, no existiría la contención…
—¿Cuándo se contienen los enamorados?
—Beatriz… te deseo tanto que…
—Sigue.
—Necesito… —volvió a quedarse sin palabras.
—¿Tiempo? —lo envolvió en una sonrisa cálida—. ¿El día de mi cumpleaños?
—No quiero que me odies.
—El otro día colgué un poema en mi blog. Una de sus frases dice “No odies a quien hayas amado”.
—Lo leí.
Beatriz le acarició la mejilla. No estaba enfadada. No estaba triste. Sólo estaba allí. Le bastaba con eso. El deseo también formaba parte de sí misma.
De pronto todo parecía haberse detenido.
El tiempo.
Su ritmo vital.
—Ha dejado de llover —le hizo notar—. Vámonos a alguna parte donde no haya un sofá o una cama cerca ni yo me sienta tan desnuda y…
Fue la primera en levantarse, abandonando su posición en cuclillas. Rogelio la secundó aunque sin soltarla al menos de la mano. No pensó en su ropa mojada, y en que allí no iba a encontrar nada que le pudiera servir. Sólo quería apartarse de él y de lo que sentía, aquella turbulencia erótica, desconocida y tan poderosa como un canto de sirena. Caminó en dirección al cuarto de baño, igual que si flotara, con sus pies descalzos acariciando el suelo.
Sus pies descalzos.
No pudo dar más allá de tres pasos.
Rogelio la atrajo de nuevo hacia sí y la besó.
Entonces ya no hubo vuelta atrás.
Palabras o culpas, sentimientos o guerras, razones o normas. Todo se desvaneció.
Cayó el último tabú.
AUTOR: Jordi Sierra i Fabra.