En su última película el cineasta chino Zhang Yimou demuestra haber bebido en diversas fuentes inspiradoras que le nutren en su retorno al género cinematográfico que domina como nadie: el wuxia, mezcla de artes marciales y fantasía, tiene en Yimou a un artista que lo eleva estéticamente hasta situarlo más allá de la mera exhibición circense de fuerza y habilidades increíbles sustentadas en los trucos cinematográficos más añejos.
Yimou regresa al alambicado modo de vivir y morir presente en una corte china en la que los dimes y diretes son divertimentos infantiles porque cuando toman seriedad se convierten en traiciones, intrigas palaciegas e intentos de asumir poderes ajenos que finalizan en decapitaciones imprevistas: ya se nos advierte previamente de esas costumbres peligrosas y de la contrapartida de buscarse lo que en castellano viejo denominamos como sosias y en lenguaje de ineptos sujetos a influencias carentes de cultura como sombras.
El juego cromático de Yimou no es baladí y por ello trasciende al simple ejercicio epatante: ese reino de Pei Liang, como tantos muchos otros reinos que coexistieron en la China medieval se compone de un territorio agreste y un par de pueblos; en realidad sólo uno, porque el otro fué en su día invadido por las huestes de otro rey, Yang Cang. No hay munificencia posible y si acaso el palacio real se nos presenta de forma elegante pero no ostentosa, precisamente porque la paleta usada por Yimou se aleja de oropeles y salvo los personajes, ligeramente coloreados, todo está filtrado en paleta grisácea con un tanto por ciento muy elevado.
Uno se da cuenta de la técnica empleada por Yimou a posteriori, acabada la sesión, porque mientras se desarrolla la historia la atención sigue los avatares de una intriga palaciega en la que un rey joven resulta ser despótico y sabio, egoista y prudente, críptico y artero, mientras su cohorte se debate entre el respeto tradicional y la preservación del orgullo y la cabeza y alguno para ello se servirá de un sosias que sin quererlo ni pretenderlo se erigirá en centro de atención.
No se puede pedir más: habrá quien apunte a los enredos cortesanos recreados por Shakespeare, pero todos sabemos que el propio bardo se inspiraba en literatura ya antigua en su época y la oriental, precisamente, abunda en tramas semejantes, como no podía ser de otra manera.
Escaldado seguramente Yimou por su última experiencia con los occidentales (véase La gran muralla) en esta película ya desde la primera imagen refuerza el concepto del yin-yang como base del relato: seguramente para el espectador avezado en la sinología habrá muchos aspectos interesantes que pasarán desapercibidos a la mayoría; pero para el resto nos queda una historia melodramática expresada en decisiones maquiavélicas algunas, heroicas otras y desesperadas muchas de ellas, que no resultarán ajenas ni desconocidas y por ello la atención se mantiene constante sobre la trama y sus vericuetos, algunos más sangrantes que otros, servidos todos ellos, eso sí, por una cinematografía que se emplea a fondo para exaltar una narración clásica adornada de fantasías inverosímiles centradas en las acciones guerreras que en algunos momentos troyanos nos devuelven a los orígenes comunes.
Probablemente el peor defecto que desde estas latitudes podemos objetar a esta película sea, precisamente, lo que mejor la define como perteneciente al género de wuxia: quizás sin los elementos fantásticos -que son menores que en otras ocasiones, en verdad- la narración sobresaldría más nítida pero no más potente, más limpia pero no menos inteligible, así que, en definitiva, puestos en balanzas, diríamos que bien vale la pena tragar el espectáculo inverosímil y fantástico por disfrutar -y mucho- de una narración cinematográfica bella, potente y apasionada, dotada de una caligrafía que nos permitiría seguir con la trama aún sin los diálogos, porque tanto los movimientos como los sentimientos e intenciones de los variados personajes se adivinan gracias a la cámara usada con acierto por Yimou que compone un universo con apenas siete personajes y una atmósfera siempre relevante.
Ojo que digo diálogos pero no digo sonido, porque es espectacular, lo mismo que todo el conjunto de trucos artísticos que maneja Yimou, desde los escenarios de interiores traslúcidos llenos de intención a los exteriores bañados por una lluvia constante y hasta los vestuarios vaporosos o aherrumbrados, según la ocasión, sin olvidar unas composiciones musicales que hablan por sí solas.
Por último, un consejo: véanla en la pantalla más grande a su alcance y con los mejores altavoces a su disposición. No se la pierdan. No se dejen atemorizar por su lado wuxia (que es mínimo) o se arrepentirán.
Tráiler