Por Luis Toledo Sande*
Ser culto es, sobre todo, un propósito hermano de la digna fertilidad que debe acompañar al saber. Son útiles el conocimiento en general y la pericia para manejar aparatos o hallar soluciones puntuales, a veces relevantes. Pero más retador y productivo es integrar lo sabido en una perspectiva de amplio sentido humano.
La actitud meramente utilitaria puede dar frutos valiosos, pero no nos levanta del todo por encima de los instintos con que los seres llamados irracionales se aseguran la supervivencia. Se necesita fomentar los valores y la espiritualidad que deben caracterizar a la especie humana para que lo sea en plenitud.
En ello actúa la educación, que no se agota en instituciones responsabilizadas oficialmente con fomentarla: “comienza en la cuna y no termina sino con la muerte”, dijo un maestro cubano que honró su nombre, José de la Luz y Caballero. Escuela y familia, que son o deben ser básicas, existen en una sociedad dada, y esta es determinante. La (buena) educación se ha de ubicar en la médula del país.
Junto a la firmeza política, revolucionaria, de la que ha dado pruebas, la mayor riqueza de Cuba es su personal calificado, y lo tiene gracias a un empeño educativo y cultural en el que ha invertido gran parte de sus recursos, lo que acaso no comprenderán economicistas y pragmáticos. Pero su mayor garantía para crecer ha sido su insatisfacción con lo alcanzado, y ha de seguir siéndolo.
El asunto marca la existencia desde lo más cotidiano y sencillo hasta lo más complejo y extraordinario. Se reconoce públicamente ya un deterioro en el comportamiento ciudadano. ¿Será minoritario? Las estadísticas, si se tuvieran, dirían lo suyo; pero la virtud es modesta y los defectos son escandalosamente chillones.
Lenguaje soez y maneras desfachatadas pululan en nuestro medio, y contra ello no basta preocuparse individualmente. Urge la acción de la sociedad en su conjunto, y de sus instituciones a todos los niveles. El mal abona los peores comportamientos, y los abonará cada vez más si no se erradica, lo cual supone eliminar sus causas, que no se explican por veleidades de individuos o grupos.
Modas tendenciosas han promovido que la representación visual de Cuba enfoque el mal estado de edificios y calles, y su renqueante parque automotor. Pero tal deterioro —inseparable del bloqueo imperialista, y del afán revolucionario por acometer, con pocos recursos, una obra social sin precedentes en el país— podrá revertirse con materiales, dinero y trabajo asalariado, y aun voluntario. Más difícil es reconstruir buenas costumbres perdidas, rotas, que no son mera cuestión formal ni frivolidades cortesanas.
Acaso por afán alentador, y no sin razones, alguna vez nos hemos definido como pueblo culto y educado. Pero, aunque ningún narcisismo colectivo asomara en ello, ¿habrá que descartar un limitado conocimiento de nuestra sociedad, o su idealización?
Orientador y vigilante, José Martí nos sale a cada paso, y merece más el homenaje de la buena atención que el de la mera cita de su palabra, aleccionadora. En “Maestros ambulantes”, artículo de 1884, afirmó: “Ser culto es el único modo de ser libre”. Con el deseo de rendirle tributo, esa máxima se ha reducido a “Ser cultos para ser libres”, versión que tiene agilidad de consigna, como verso de espinela, pero mengua el alcance del original.
Quien tenía en su corazón un lugar de hermano para los trabajadores —él lo era—, alabó en los Estados Unidos lo que en 1887 llamó “las tremendas capas nacientes”: los obreros que intentaban sacudir la injusticia. Para escarmentarlos, las fuerzas policiales los reprimían —algunos fueron ahorcados—, y la prensa los denigraba. A ellos, señaló Martí, les temía el sistema opresor, “no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón”.
No hablaba así un señorito aristócrata, sino un luchador que echó de veras su suerte con los pobres de la tierra. Por radical, iba a las raíces de las cosas, y frente a extremos civilistas y militaristas, nefastos en la historia de la patria, fundó un proyecto político de sembradora civilidad, culto. En 1880 daba los primeros pasos hacia la fundación del Partido Revolucionario Cubano, y puso su brújula a la vista y al oído de todos: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.
En su herencia vivimos, responsabilizados con el deber de librar de dolores innecesarios al pueblo, del cual todos somos parte, si somos. Y es honroso impedir que partes de ese pueblo, de nosotros, aunque fuesen exiguas, se confundan con una chusma a la que también habría que librar de dolores, pero no congraciarse con ella a cambio de que parezca obediente, ni dejarle brechas por donde menoscabe lo que necesitamos cultivar como país de razón.
Publicado originalmente en Bohemia Digital y, en la revista impresa, en el número correspondiente al 15 de noviembre de 2013.
Tomado de su Blog “Luis Toledo Sande: artesa en este tiempo”
*Filólogo e historiador cubano: investigador de la obra martiana de cuyo Centro de Estudios fue sucesivamente subdirector y director. Profesor titular de nuestro Instituto Superior Pedagógico y asesor del legado martiano en los planes de enseñanza del país; asesor y conductor de programas radiales y de televisión. Jurado en importantes certámenes literarios de nuestro país. Conferencista en diversos foros internacionales; fue jefe de redacción y luego subdirector de la revista Casa de las Américas. Realizó tareas diplomáticas como Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en España. Desde 2009 ejerce el periodismo cultural en la Revista Bohemia.
Entre los reconocimientos que ha recibido se halla la Distinción Por la Cultura Nacional.