Somos el resultado de una angustiosa gana de escapar hacia algo mejor

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Hablando de los “tics”, cuenta el gran psiquiatra que fue Juan José López Ibor el caso de una enferma suya cuyo problema no es fácil situar dentro del continuo que discurre entre lo cómico y lo trágico: “Los tics –empieza explicando– se presentan en diversas partes del cuerpo: en los ojos, en la cara, en la cabeza, en la garganta, en la musculatura respiratoria, etc. A veces se presentan generalizados. Una enferma nuestra tenía tics de esta naturaleza que se combinaban con el impulso a decir alguna palabra sucia u obscena. Al reprimir esta palabra, todo su cuerpo se convertía en un diluvio de tics. Su tormento era tan grande que de vez en cuando tenía que refugiarse en el cuarto de baño y soltar entonces una retahíla de obscenidades, con lo que quedaba liberada de los tics por un cierto tiempo”. Todo lo cual nos sentimos tentados de decir que viene a constituir una seria objeción al más conocido presupuesto de la filosofía de Ludwig Wittgenstein, según el cual, “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. A la vista de experiencias como esta, tal presupuesto solo podría funcionar a medias y siempre y cuando se tuviera a mano un escusado en el que, aunque sea de modo clandestino y para cuando uno ya no aguante más, poder desahogarse.

   Un caso como el descrito parecería ser un claro ejemplo del mecanismo de defensa psíquico de la represión: en el principio habría una gana intensa de decir palabrotas que el superyó, la instancia psíquica que según Freud era la encargada de civilizarnos, habría prohibido; los tics subsiguientes no serían sino resultado de la combinación del poderoso impulso oral por un lado y, por otro, de las barreras que la musculatura intentaría contraponer a aquel procaz impulso. Una vez consentido el desahogo verbal, la coraza muscular, al menos mientras durase el efecto del desahogo, se relajaría.
   Sin embargo, se impone tratar de acomodar los datos de una experiencia como la que describe López Ibor a la idea de que el lenguaje de los órganos es anterior al lenguaje hablado, de que empezamos a hablar con el cuerpo antes que con las palabras, de que los gestos (o los tics, o las perturbaciones orgánicas de origen psíquico) son una forma de expresión más primitiva que la que realizamos a través del pensamiento abstracto y las palabras. La estructura muscular no tendría tanto la función de impedir la expresión verbal (como sostendría Freud), sino que más bien serviría de sustrato a esta: el lenguaje de las palabras vendría, pues, a superponerse, y en alguna medida a sustituir, al lenguaje de los órganos y de los gestos (y eventualmente, de los tics); el cuerpo seguiría expresando aquello que no hemos conseguido incorporar al modo de expresión que utiliza las palabras (y el pensamiento abstracto que ellas traducen). Un tic, por ejemplo, sería, según esto, el resto gestual que queda cuando no hay palabras suficientes que vengan a sustituir a aquel como modo de expresión. Asimismo, una enfermedad orgánica de origen psíquico vendría a traducir a lenguaje de los órganos aquello que una buena psicoterapia habría de encargarse de convertir en lenguaje hablado (y, claro está, elaborado también mental y existencialmente). De aquí que Wilhelm Reich sostuviera que el carácter, antes que en el lenguaje hablado, está anclado en la coraza muscular y en la fisiología.
   Ortega, cuando de comprender algo se trata, recomienda aplicar el método de la conquista de Jericó por los israelitas que buscaban asentarse en la Tierra Prometida, según el cual, y por recomendación divina, hay que dar vueltas alrededor del objetivo, precedidos por bulliciosos trompeteros, antes de que las murallas se derrumben y dejen expedito el paso a la ciudad; las elaboraciones intelectuales vendrían a sustituir a los vivaces sones de las trompetas, y la comprensión del problema equivaldría al derribo de murallas y subsiguiente conquista de la plaza fuerte. Como la Jericó intelectual que tratamos de conquistar, aunque tiene muchas riquezas dentro, es compleja y multifacética, seguiremos dando rodeos por los arrabales del asunto antes de pretender acceder a su intelectual conquista.
   “En el principio era la acción”, decía Goethe. A la vista de los descubrimientos de la psicología (fundamentalmente de las psicologías dinámicas y existenciales) podríamos retrotraernos un poco y fijar ese principio, no ya en la acción estricta, sino algo antes: en el impulso hacia ella, en la inquietud. O refinando aún más nuestras apreciaciones, en el principio estaría la activación fisiológica, combinada con la parálisis motora, que, como veíamos hace un par de entradas, caracteriza a la angustia. Y un paso más allá aparecería la ansiedad, cuya manifestación inmediata más característica sería ya la tormenta de movimientos, la hiperactividad, la acción desenfrenada, caótica y sin objetivos concretos. Enlazada con estos presupuestos fisiológicos (angustia) y psíquicos (ansiedad) habría que situar el síntoma que algunos denominan “impaciencia muscular”, la incapacidad que tienen algunas personas para estar tranquilas, su necesidad continua de moverse o, al menos, de mover las piernas. Puesto que la quietud y el reposo les resultan insufribles a tales personas, si no pueden moverse, al menos gesticulan (incluso conforman tics). Esa impaciencia muscular crece en lugares cerrados, de modo que resulta ser un síntoma que también enlaza con la claustrofobia. Y en el sentido de que suele identificarse con la sensación de “estar en vilo” (que, según la R.A.E. equivale a estar “suspendido, sin el fundamento o apoyo necesario; sin estabilidad”), constituiría una forma especial o un precedente de la crisis vertiginosa, así como de la agorafobia. El famoso síndrome de TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad), que motiva entre el 20 y el 40 por ciento de las consultas de psiquiatría infantil y que según cifras oficiales sufren entre el 5 y el 10 por ciento de la población infantil, habría que situarlo asimismo en el contexto de estas formas primarias de manifestación de la angustia y la ansiedad, en vez de ser tratado como un síndrome neurológico y combatido exclusivamente con productos bioquímicos.
    Bien, pues esto es lo que somos “en el principio” y según nuestra manera más asilvestrada de manifestarnos: angustia, ansiedad, inquietud, impaciencia, impulsividad. La manera más primaria de estar en el mundo es estar en vilo, suspendidos, colgados de la brocha y con la escalera caída, sin fundamentos, sin estabilidad. Gracias a ello vivimos, puesto que la vida consiste en la tarea que realizamos para adquirir un suelo firme en el que pisar, un ámbito estable en el que ubicarnos, unos objetivos que alcanzar y en los que reposar o que nos sirvan para aproximarnos a esa hogareña sensación. Vivimos gracias a todo eso que amenaza nuestra vida. Pero, curiosamente, resulta que es antes la amenaza que la vida misma (antes el mal que el bien). Y antes la necesidad de moverse que la de saber hacia dónde o para qué. El bien, el “hacia dónde”, el “para qué” son, precisamente, las construcciones a las que estamos obligados a dedicar la vida. No disponer de ellos significaría que estamos anclados aún en la improductiva fase de angustia, de ansiedad, de impaciencia muscular (así como de enfermedades psicosomáticas, vértigo, agorafobia, tics…).
   ¿Qué le pasaba, en fin, a aquella enferma de López Ibor que solo en el excusado alcanzaba cierta paz y sosiego? Estaba desarrollando un primer intento de trascender la ansiedad que sentía, transformar el miedo y la agresividad que ese sentimiento le producía en algo más que respuesta fisiológica y muscular o gestual; aunque la tormenta de palabrotas seguía sin ser cauce verbal y vital suficiente para hacer discurrir por él su inquietud, su miedo, su agresividad. En general, nuestra inquietud, nuestro miedo, nuestra agresividad, han de encontrar un modo constructivo de encajar en la realidad. Pero habrá que entender también que sentimientos como esos siguen estando en el sustrato de nuestra civilizada y constructiva manera de ser, que, si entrara en crisis, volverían a asomar en su forma asilvestrada. Y si la que entrara en crisis fuera la sociedad y su sistema de valores, entonces, tal vez, no habría escusados suficientes para todos.