De Rulfo tengo siempre en la memoria el verano en el que viajé al pueblo de un buen amigo en la Castilla profunda y me perdí en amistad y en bares, en noches convertidas en madrugadas y en conversaciones sobre el latín del instituto y la posibilidad de tener amigos para siempre. No hay vez que no relea a Rulfo (he leído Pedro Páramo y El llano en llamas más veces que casi ningún otro libro) y no viaje al calor manchego y a casa de mi amigo Marcelino, en Aldea del Rey, la Comala de Agosto de un opositor caído en desgracia, movido en el mapa de una ciudad tórrida y rutinaria (lo era Córdoba en ese año bisagra de todos los demás) a un pueblito maravilloso en el que encontré también calor humano.
Casi todos los libros que he leído poseen su intrahistoria, su paisaje íntimo, su indestructible mapa de emociones y de recuerdos vibrantes. Podría mirar la estantería y perderme en la memoria hasta ocuparla por completo. Sucede algo similar con las películas. Vi Beckett en un cinefórum en la Escuela de Magisterio del Sector Sur, en Córdoba. Era un ciclo de cine religioso (creo) programado por la mañana en el Salón de Actos de la Facultad. No éramos más de diez curiosos y me prometí volver a verla. No lo he hecho. Hay promesas que valen por lo que tienen de ficción pura, por toda esa morralla emocional con las que uno las manuscribe en su alma. La mía, en estos días de verano agonizante, de otoño caído en el calendario pero inexistente en la epidermis y en las aceras, está desletrada de un tiempo a esta parte. No sé esta inapetencia literaria (escribir y leer, leer y escribir) a qué viene. Si tengo un hartazgo o lo que respira debajo es un desencanto que no sabría ahora si debe tomarse en cuenta o es pasajero, leve, irrelevante. Vi hace pocos días, o pocas noches, hasta que me rindió el sueño, la obra maestra de Fritz Lang, M, el vampiro de Dusseldörf. Una anterior, probablemente la primera, fue en una mala copia que me pasó un amigo y que vi en Priego de Córdoba, en un reproductor vhs prestado, en la soledad limpia de un piso de alquiler de maestro recién ingresado en el oficio.
Nunca es uno el mismo que fue ayer, pero hay algo de entonces que no se ha fracturado enteramente: la idea de la belleza o de la revelación, la conciencia limpia de que las cosas hermosas, las que nos hacen más felices, también nos hacen más inteligentes, más preparados para afrontar la vida, que en ocasiones se pone levantisca. Ayer vi a alguien (a quien conozco y aprecio) con una camiseta con la cara reconocible de Bécquer alojada a un lado, ocupándola casi por completo, Pensé en una que tuve en la que se veía la imagen de este blog, la de Manhattan con el puente al fondo, con Woody Allen y Diane Keaton. La tuve un tiempo y la disfruté muchìsimo. Luego, o al tiempo, tuve otra con la portada de A night at the opera, el disco fundamental de Queen. Se me ocurría que la camiseta era una forma visible de contarme a los demás, de exhibirme. Quizá va a ser cierto eso que me cuentan a veces: que me encanta llamar la atención. No lo pongo en duda. Un blog, al menos éste y el modo en que se conduce, lo confirma. Escribir es, en esencia, exhibirse, darse, no dejar de exhibirse ni de darse en ningún momento. Se escribe para eso, aunque se pueda escribir también para otras cosas, pero no somos los mismos. Ni el río tampoco, ¿verdad, Miguel?