Días de ajetreo son los del fin de año. Fin de año, fin de mes y fin de ciclo. Dejamos lo viejo atrás y abrazamos lo nuevo con incertidumbre, con ilusión, con miedo y con ganas de construir vida nueva. Tantas cosas hay que hacer que no le llega a uno la hora al reloj para poder ocuparse de la zaina meana Cabezota, que está llena de mierda. Pero siempre hay más días que longaniza.
A pesar del bajo cero de primera hora, el invierno se estrena con la suficiente amplitud. Tanta que, tras disfrazarme ayer de Robocop, enseguida noté que me hubiera sobrado la mitad del atavío. Las carreteras pequeñas, esas que nos gustan a todos, están vacías porque la gente se ha metido en sus latitas camino de la autovía, que les lleva más lejos. Así que tenía para mí solito todas las carreteras de la provincia.
El caso es que tenía que podar. Ya hablé en su momento, amigo lector, de podar, esa actividad necesaria que corrige a los árboles -los árboles saben más que nosotros-. Cogí la Iron y me piré a podar. Y podé.
Lo interesante sucedió a la vuelta, al subir ese puertecito que hay. El sol, en estos días de invierno, levanta poco, levanta menos, y hace que muchas zonas de las carreteras no vuelvan a brillar hasta el mes de abril. Bueno, pues en una de esas zonas orientadas al norte, en una curva en la que no tenía por qué haber hielo, patiné con las dos ruedas a la vez. La curva es a izquierdas y el movimiento, el resbalón paralelo, fue hacia la derecha y desplazó las ruedas una cuarta, por ejemplo. En ese momento sabes que estás vendido. Tomas conciencia de tu cristalidad. Sabes que no puedes hacer nada sino rezar a todos los santos del cielo. Tras un segundo notas que recuperas la estabilidad, que las ruedas apoyan en el suelo. Y descansas.
Descansas... o no descansas, porque te das cuenta de que no ha sido culpa de la velocidad, ni de una mala trazada, ni de una falta de atención, y te haces consciente de que en cualquier momento te la puedes pegar.
Al poco, ya en la parte de arriba, ya en las rectas, me vino de frente un hermoso grupo de moteros que iban a lo suyo. Varias Harley, alguna Kawa y al menos una Yamaha. Ocho o diez unidades negras, barbadas, sucias y felices. Si no hubiera sido porque tenía más quehaceres, me hubiera dado la vuelta y me habría ido con ellos. En ese momento, cuanto saludé a cada uno de ellos, cuando me entretuve en este pensamiento, recordé La canción del pollino. Esta canción es de Gabinete Caligari y forma parte del mítico LP de 1985 Al calor del amor en un bar. La canción dice así:
Amigos, permitidnos presentar, pues nuestros nombres muy poco os dirá. Nosotros somos gente normal hasta que llega el domingo. Amigos nuestros, no os asustéis al ver que somos más de dieciséis. Pensad que seríamos bastantes como para hacer la revolución. Somos los que llenamos los estadios para poder insultar y blasfemar. Somos los que no vamos al teatro y somos carne de bar. Sabemos que nuestros hijos seguirán al frente de las estadísticas que denominan a nuestra tropa la más inculta de Europa. Somos los que no saben no contestan -con excepción del uno equis dos-. Somos los que no tienen biblioteca y somos más de un millón, bastantes más de un millón. Somos los que llenamos los estadios para poder insultar y blasfemar. Somos los que no vamos al teatro y somos carne de bar.Ayer no era domingo ni ellos eran más de dieciséis. Eran gente normal que el domingo, o el sábado, o cuando pueden, sacan la moto y se van por ahí a perder el tiempo, a olvidarse de leer, del teatro y de la quiniela, y de más cosas. Porque olvidar es importante.