Los “dreamers” no representan ningún problema social, ni económico ni cultural, al contrario, benefician a la economía y la industria de EE UU, pero habían sido regulados con el DACA por Barack Obama en 2012, por lo que, para Trump, es algo inaceptable que había que eliminar como sea. No hay que dejar ningún rastro del anterior mandatario. Por tal sinrazón, el presidente ha firmado la resolución de rescindir el DACA sin importarle dejar sin cobertura legal a cerca de 800.000 jóvenes, un 80 por ciento de los cuales son mexicanos, que podían trabajar, estudiar, poseer tarjetas de crédito y residir temporalmente en el país, siempre y cuando no tuvieran antecedentes penales, no cometieran delitos y estuvieran comprometidos con los valores de la República norteamericana, que la mayoría de ellos consideran como su país y su verdadero hogar. Con esa decisión de Trump, ahora están expuestos a una expulsión fulminante, en el plazo de seis meses, cuando sea aprobada por el Congreso una nueva ley de regulación que sustituya la anterior, según los criterios de la Casa Blanca.
Esta infamia denota los bajos instintos racistas del presidente porque ha actuado de modo discriminatorio contra los mexicanos (no se hace lo mismo con los canadienses, húngaros, etc.), precisamente los inmigrantes a los que suele acusar de violadores, ladrones y narcotraficantes, que quitan el trabajo a los norteamericanos, y contra los que sigue empeñado, aunque sin éxito, en construir un muro a todo lo largo de la frontera de México y EE UU. En contra de esos motivos discriminatorios de la resolución, entre otros, se han rebelado 15 Estados y el Distrito de Columbia, presentando una demanda que intenta paralizarla y así proteger a los beneficiarios del programa DACA, ya que la pérdida del estatus legal de los residentes afectaría a sus economías estatales.
No quiso dar la cara por la decisión más cruel contra los inmigrantes que ha tomado hasta la fecha. Se ha valido del fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, para presentarla, intentando justificarla con los “centenares de miles de puestos de trabajo que quitan a los norteamericanos”, lo cual es falso. Ningún norteamericano, si quiere trabajar, pierde un puesto de trabajo por culpa de un inmigrante. Ni fiscalmente se resiente la economía, ya que los “dreamers” pagan los mismos impuestos que los nativos y contribuyen al crecimiento de la riqueza nacional. No existe ningún motivo económico ni social que justifique la medida, salvo el racismo.
Sin embargo, no engaña a nadie. No es ecuánime ni pretende ser imparcial ni ético en el ejercicio de su presidencia, ni siquiera en su conducta personal. Guiado por sus obsesiones racistas, expulsa a los mexicanos y desea aislar a Estados Unidos con un muro de Hispanoamérica. Del mismo modo veta a los musulmanes de entrar al país –por ahora, a los procedentes de determinados países árabes-. Y no condena la violencia y las manifestaciones racistas de los supremacistas blancos, alimentando el odio y el rencor racial entre los ciudadanos norteamericanos y contra minorías étnicas que forman parte de su población. Su infamia es tan evidente y escandalosa como su flequillo. Pero es que así es Donald Trump, bocazas, inepto, machista, xenófobo, misógino y ultraconservador, y por eso salió elegido. Ahora queda aguantarlo hasta que lo expulsen o pierda las próximas elecciones. Entonces volverán a soñar los “dreamers” y todos los que temen a un presidente tan infame.