Navegaba a lomos de un caracol en un mar tranquilo de color turquesa, en cuya superficie se dibujaban las conchas de otros caracoles de menor tamaño. Atada a su cuerpo mediante un cordón rojo que me impedía caer al mar, disfrutaba del viaje. La brisa revoloteaba mis cabellos haciendo las veces de la vela del barco. El suave vaivén de las olas nos iba aproximando a la orilla de la playa.Llegamos a la arena donde algunos caracoles semienterrados elevaban sus cuernecillos al cielo. Me recosté sobre su concha salpicada de gotas saladas y fui cayendo en un sueño profundo dentro de mi propio sueño. Al despertar noté una humedad rara y viscosa en mi piel y pronto comprobé que me había convertido en mujer caracol. Me encontraba en un paisaje habitado por arboles desnudos cuyas raíces, que se hundían en la tierra, eran los cordones rojos que antes ceñían mi cuerpo. Por ellas caminaban los caracoles formando un vistoso entramado destacando en el descolorido paisaje. Apoyada en el tronco de uno de los ejemplares milenarios recorría perpleja mi nueva morfología.Me senté al pie de un árbol, casi paralizada por los calambres que sentía en mi interior, mientras observaba como el paisaje iba recobrando lentamente sus colores. Poco a poco también yo fui recuperando mi auténtico cuerpo, aunque con un sinfín de conchas de caracol incrustadas en la piel. Sentí de pronto un aleteo por encima de mi cabeza. Estaba rodeada de negros cuervos cuyos plumajes emitían destellos añiles. Fueron posándose sobre mi cuerpo, picoteando mis conchas vacías hasta hacerlas desaparecer.El negro de sus cuerpos tiñó el mío, que se fue cubriendo de plumas al tiempo que me salían alas y un afilado pico naranja. De esta forma, a través de una rápida metamorfosis, pasé de caracol a cuervo. Me sentí poderosa con mis alas nuevas y casi sin sentirlo se completó mi transformación. Las raíces rojas volvían a ser cordones que, aunque colgaban de mis patas, no me impidieron alzar el vuelo.