Saber sonreír es la clave de todo merchandising político. No en vano la actividad política es una de las formas modernas de vender un producto, el más amado de todos: la tranquilidad. No se preocupe usted, nosotros nos ocupamos de todo. Usted tan sólo trabaje y diviértase, por supuesto.
El político nunca se presta en público a mostrar la realidad en toda su extensión. No importa que las evidencias le salpiquen. A mal tiempo, buena cara. Confiemos que a costa de repetir la sonrisa, una sensación de optimismo popular acabe convenciéndonos de que todo anda bien o no tan mal como parece. La boca del pueblo es respondona y deslenguada, pero su memoria estrecha. La borrasca pasará, pero la foto queda.
Sin embargo, el ferreo compromiso del político con el lenguaje publicitario acaba condenándolo al inevitable efecto perverso del descrédito y la ridícula sensación del ciudadano de estar ante un teatro que desvela sin pudor una verosimilitud forzada. Disfrutaremos de la farsa, pero pronto asumimos su carácter vanal y repetitivo. Nos acostumbraremos a soportarlo en cada telediario, incluso participartemos con pasión de su guión folletinesco en nuestras charlas de bar, encendiendo nuestro natural sentido de la indignación o defendiendo con ardor la gregaria fidelidad a ideas que no sabemos muy bien de dónde nos vienen pero que ahí están.
Aún así el telón acaba cayendo y todos sabemos que tarde o temprano hay que volver a casa. Y la realidad no nos tenderá esa sonrisa eterna que el político compró un día al diablo a cambio de que la función nunca acabase para él y el público siguiera aplaudiendo su actuación.
Si la miramos bien, no es de extrañar que esa sonrisa almidonada y teatral acabe revelándose como la máscara que es, esa llamada insistente a tranquilizar las almas y recrear los cuerpos con placebos maquillados de pregón de iglesia.
Pero usted no llore, por favor, y sonría. Siempre trae más cuenta.