Una sopa de piedra,Anaïs Vaugelade (texto),Julia Vinent (traducción),Corimbo, Barcelona, 2001.40 págs., 275 x 290 mm., 9 €. ISBN: 84-95150-90-5
Disponible también en catalán y en la colección «Biblioteca del ratoncito Pérez»
A partir de 4 años
Por Gonzalo García «Darabuc», escritor
El árbol narrativo de la «sopa de piedras» es uno de los más fructíferos, golosos y degustados de la tradición. Lo denomino «árbol» porque, de un tronco común, parten numerosas ramas que pueden ser muy distintas entre sí. Es un tronco sugerente y vivo porque nace de nuestras necesidades básicas —satisfacer el hambre— y de un recurso crucial y frecuentado una y otra vez por los cuentos: el ingenio.
Pudiera ser que en origen (o en una de sus ramas principales) la historia fuera la de unos soldados napoleónicos que sacan la cena a un pueblo de reticentes. Así la cuenta e ilustra Marcia Brown en su clásico álbum Stone Soup, de 1947, y así llegó también a España (José Antonio del Cañizo trae una versión en Calavera de borrico y otros cuentos populares). Admite tonos muy adultos, en esas ramas que cuentan la miseria de la guerra.
En las ramas infantiles, son los animales los que cobran protagonismo. De la guerra militar pasaremos sobre todo a la guerra del lobo y la gallina. Tony Ross tiene una memorable Stone Soup en la que una gallina muy despierta hace trabajar hasta deslomarse a un lobo temible mientras le prepara una deliciosa sopa de piedras; el final es muy divertido. Anaïs Vaugelade invierte los papeles y el tono en Une soupe au caillou, recuperando hasta cierto punto al soldado hambriento; aquí es un lobo viejo y mísero el que pide con una estratagema que despertará la compasión colectiva. Callaría demasiado si no dijera que yo mismo he probado a darle una vuelta de tuerca al cuento, con dos pícaros (gato y raposa) y una rata, pero este es lugar de hablar del álbum de Vaugelade.
En Una sopa de piedra, un lobo viejo y flaco se acerca al pueblo de los animales. Llama a la puerta de la gallina y le pide hacer una simple sopa de piedra. Esta le abre, llevada por la curiosidad: no conoce al lobo, pero le han hablado mucho de él, y quisiera probar esa sopa Pero se extraña al conocer la receta —agua y piedras, «nada más»— y sugiere mejorarla con algo de apio. Van llegando amigos, inquietos, curiosos, y la historia se repite. «¿No se podría poner algo de calabacín?» «Sí que se puede». El cerdo, el pato, el caballo, la oveja, la cabra, el perro, cada uno dice y aporta lo suyo. Habrá sopa sabrosa para que todos repitan y la cena durará hasta tarde.
Luego el lobo pincha la piedra, afirma que aún tiene sustancia y se marcha con ella. Lo animan a volver otro día, pero el lobo no responde. «No creo que vuelva», dice el narrador, mientras el lobo se aleja con su piedra, colina abajo, entre la nieve. En una imagen final, fragmentaria, parece que ha llamado a la puerta de un pavo, cabe suponer que en otro pueblo, para otra cena robada y pasajera. Hay melancolía en este raro álbum en el que el lobo no abandona nunca la cara de tristeza, los ojos entreabiertos ni el aire jorobado. En esta rama de la tradición parece haber una reflexión tácita sobre la vejez, la carestía y la rara dignidad de quien, habiendo sido objeto de temor, es hoy una sombra en sus últimos días.