La Rosa Blanca se fundó en junio de 1942, en plena ofensiva de la Wehrmacht en el Caúcaso, cuando todavía parecía que los nazis podían ganar la guerra e incrementó sus actividades con la derrota de Stalingrado. Estaba formado por unos pocos estudiantes de ideología pacifista pertenecientes a la Universidad de Múnich, precisamente la ciudad que es considerada la cuna del nazismo. Sólo eran unos pocos jóvenes valientes en un ambiente hostil que sabían que podían ser delatados en cualquier momento por alguno de los miles de delatores con los que contaba la Gestapo. Algunos de ellos habían servido en el ejército alemán y habían sido testigo del tratamiento inhumano que se ejercitaba contra las poblaciones ocupadas, sobre todo en el Este.
Sophie Scholl debió ser una muchacha excepcional. De profundas convicciones protestantes, las fotos que se conservan de ella (recordemos que fue ejecutada a la edad de veintidós años) la muestran como una joven alegre y sedienta de vida. Ello no fue obstáculo para que, a la hora de la verdad, se negara a renunciar a sus creencias más profundas, de oposición a un Estado totalitario, aunque tal postura le costara la vida. Julia Jentsch, actriz de gran parecido físico con el personaje histórico otorga a Sophie un halo de pureza que seguramente se corresponde con el carácter de la Sophie original, ya que pocas personas serían capaces de aceptar su suerte con tal entereza: no renunciar a las propias convicciones para, al menos, poder denunciar al opresor en una audiencia pública, aunque eso cueste la propia vida. No hay mayor heroicidad.
Una de las escenas más interesantes de Sophie Scholl es la de la entrevista de la muchacha con el director de la cárcel. Éste era un don nadie hasta la llegada de los nazis al poder y defiende al Estado totalitario porque, personalmente, le ha ido bien bajo este régimen. Esto nos remite a la fragilidad de las democracias cuando dejan de lado a sus ciudadanos y estos, desesperados, pueden aferrarse a cualquier solución totalitaria si ésta les garantiza cierta dignidad a cambio de aplastar a ciertas minorías.
En cualquier caso, lo que más impresiona de Sophie Scholl es la despiadada represión que lanza el aparato estatal contra un pequeño grupo de jóvenes que se limitaba a repartir octavillas por la Universidad, como si fueran unos peligrosos terroristas. El Estado totalitario no admite enemigos internos, no puede tolerarlos, está en su misma naturaleza y se alarma cuando detecta a alguien que no sigue fielmente la ola de pensamiento común, sobre todo cuando pertenece al grupo privilegiado. A este individuo se le acusará de la peor de las traiciones, la que se produce cuando se deja de apoyar la causa común de la guerra. Sophie era consciente a lo que se exponía y, cuando fue detenida, sabía que iba a ser juzgada con la mayor severidad y que su pena, si no se retractaba y denunciaba a sus compañeros, sería la muerte. Aún así aceptó serenamente su destino. Es natural que en Alemania se la venere casi como una santa: fue de las pocas personas que se atrevió a desafiar a un régimen omnipotente y no bajar la mirada cuando éste lanzó contra ella su fuerza de forma despiadada. Ella contaba con la fortaleza de sus convicciones, de la verdad. Y con su actitud firme, dialogante y pacífica, dejó entrever con más fuerza las vergüenzas de una ciudadanía alemana que nunca osó rebelarse contra un régimen criminal, promotor de los peores crímenes del siglo XX.