Del día de ayer y del día de hoy me sorprenden dos cosas, principalmente. Una, la ingenuidad de la gente en su modo de comportarse en las redes sociales. Evitamos poner fotos de nuestra vida (algunos), contar muchos detalles de nuestro día a día (algunos también), pero no nos cortamos, o no se cortan, mejor dicho, a la hora de comentar, opinar, decir, celebrar y dar palmas con las orejas ante hechos como el sucedido en León. No me voy a poner en plan moralista histérica ni a gritar al viento que todos los muertos son iguales y que todas las muertes son condenables. Allá cada cual con su conciencia, yo tengo muy clara la mía. Pero, en serio, ¿son necesarios y/o apropiados según qué comentarios? Sobre todo cuando aún no se sabía qué había pasado ni por qué. Primero que si había sido una reacción lógica de algún oprimido por la vida cansado de ver el nivelón de vida que gastan los políticos. Cuando se supo que no era así, un asunto de mafia entre gentes del mismo pelaje. Claro. Normal. Qué se puede esperar. Etcétera.
Nadie se plantea que para agarrar una pistola y disparar a sangre fría a otra persona por motivos, aparentemente, no muy trascendentales, bien de la cabeza no hay que estar. Que a lo mejor no estamos ante el símbolo de la destrucción moral de un país, sino ante un arrebato personal de una mente enferma, del que no se puede sacar nada en conclusión y que no trasciende a niveles superiores como ejemplo de sociedad corrompida. Y conste que no descarto nada, solo planteo dudas. Hipótesis. Y me desgarro las vestiduras ante el patio de vecinos que es este país, lleno de envidias y de muy mala leche.
Y en segundo lugar en mi lista de sorpresas, conectado con lo anterior, está la ideologización que vivimos y de la que no nos desprendemos ni a tiros, nunca mejor dicho. Siempre acusando al del enfrente con el tradicional 'y tú más' y nunca buscando un punto de unión, de conexión por encima de pensamientos o creencias que no llevan a ninguna parte en este siglo XXI.
En fin, España.