En una ocasión observé que Shakespeare nos enseña a hablarnos a nosotros mismos, mientras Cervantes instruye sobre cómo hablar los unos con los otros.
Harold Bloom
Por más que discutan a menudo a menudo, don Quijote y Sancho siempre se reconcilian y nunca flaquean en cuanto a afecto mútuo, lealtad y equilibrio entre la gran insensatez del caballero y la sabiduría admirable de su escudero. En Shakespeare (¿como en la vida?) todos tienen dificultades para escucharse unos a otros. El rey Lear apenas escucha a nadie, y Antonio y Cleopatra (a veces hasta extremos cómicos) son incapaces de prestarse atención. Shakespeare debe de haber tenido un don sobrenatural para escuchar, en especial cuando estaba con Ben Jonson, que hablaba por los codos. Uno sospecha que Cervantes tenía un oído infatigable.
Aunque en el Quijote pasa prácticamente todo lo que puede pasar, lo que más importa son las conversaciones que Sancho y el Quijote mantienen sin cesar. Abran el libro al azar y es muy probable que se encuentren en medio de uno de esos intercambios, malhumorado o burlón, pero, en el fondo, siempre afectuoso y fundado en el respeto mutuo. Aun en los momentos más feroces, ambos muestran una cortesía inquebrantable, y escuchándose aprenden constantemente. Escuchar los cambia.
Podemos establecer, creo, el principio de que el cambio, ese ahondamiento e internalización del sí mismo, es absolutamente antitético si comparamos a Shakespeare con Cervantes. Sancho y don Quijote desarrollan y mejoran sus personalidades escuchándose el uno al otro; Falstaff y Hamlet llevan a cabo el mismo proceso escuchándose a sí mismos. Los novelistas mayores de Occidente deben tanto a Shakespeare como a Cervantes. El Ahab de Melville, protagonista de Moby Dick, no tiene un Sancho; está tan aislado como Hamlet o Macbeth. Tampoco lo tiene Emma Bovary, quijotesca por lo demás, y en última instancia muere de tanto escucharse a sí misma. El hallazgo de un Sancho en Jim salva a Huckleberry Finn de marchitarse gloriosamente en el aire de la soledad. Si tomamos a Dostoievski, el Raskolnikov de Crimen y Castigo se enfrenta con lo que podría definirse como un anti-Sancho en la figura del nihilista Svidrigailov; y el príncipe Mishkin de El idiota debe mucho a la noble “locura” del Quijote. Mann, muy consciente de la deuda, repite deliberadamente el homenaje que rindieran a Cervantes tanto el poeta Goethe como Sigmund Freud.
Harold Bloom
Cómo leer y por qué
Foto: Harold Bloom