Sostenibilidad y Sentido Común

Por Av3ntura

Entre los muchos mensajes de felicitación por el año nuevo, uno me ha llamado especialmente la atención. Su autora no deseaba para el 2022 poder volver a la normalidad de antes de la pandemia, porque ella considera que aquella vida que disfrutábamos tan descuidadamente no era precisamente normal. Judit lo que desea es “un mundo más sostenible,  más tranquilo, y en el que se profese mucho más respeto al resto de especies que lo habitan. Que dejemos de creernos los reyes del mambo y empecemos a aprender de los animales y de la naturaleza, aprendiendo a quererla y a no herirla. Que miremos, que aprendamos a mirar y a observar lo que nos ofrece y dejemos de ser unos ignorantes de todo lo que nos rodea. Un mundo en el que todos seamos iguales, donde nuestra cultura no sea atacada y despreciada y en el que la gente que viene a vivir entre nosotros la quiera, la respete y nos ayude a mantenerla. También desea que el cáncer y la metástasis que padece le den un año más de tregua, porque tiene muchas cosas por aprender y admirar aún. Porque quiere volver a ver cómo regresan las golondrinas, o cómo crecen los girasoles, o cómo los jilgueros se alimentan de las semillas de los cardos”.

Admiro a Judit desde hace mucho tiempo. Tuve la suerte de compartir con ella unos días cuando se incorporó a la empresa en la que trabajo y vino a hacer la formación inicial a nuestra oficina. Después seguimos en contacto, compartiendo problemas de trabajo, correos electrónicos o llamadas esporádicas. Judit es una persona realmente especial. Valiente, luchadora y volcada en las personas a las que quiere y que la quieren. En los últimos años la vida le ha mostrado su cara más amarga, pero ella no ha perdido la sonrisa ni tampoco las ganas de continuar aprendiendo y disfrutando de los espacios de luz que nunca la han abandonado. Es una enamorada de los pájaros y de la naturaleza en su conjunto. Sus fotos y sus escritos en sus redes sociales son como una bocanada de aire fresco con los que siempre me invita a reflexionar y a replantearme muchas cosas.

Foto de Andre Rau en Pixabay

Creo que sólo alguien como ella, que ha visto la muerte tan de cerca, que es tan consciente de lo frágiles que somos para lo indómitos que nos creemos a veces, está legitimada para advertirnos de lo mucho que nos equivocamos cuando nos permitimos pasar por alto tantas señales y dejar escapar tantos trenes. Qué ingenuos somos al pensar que ya tendremos más oportunidades de disfrutar lo que hoy no nos dignamos a mirar, ni a escuchar, ni a saborear. Nos creemos eternos y sólo somos diminutos seres tan efímeros como un punto de luz que se apaga en el firmamento. Breves estrellas fugaces que, por un momento que dura unos pocos años, se creen soles. Unos soles egoístas, que sólo piensan en sí mismos y a quienes no les preocupa lo que heredarán las generaciones futuras: una tierra sobreexplotada, contaminada y pobre en recursos. Un planeta hostil, gobernado por unos señores tan ricos que ya no sabrán qué hacer con su asqueroso dinero y preferirán reventárselo en viajes de recreo al espacio exterior antes de invertirlo en la investigación contra el cáncer o en evitar que los niños de los países más pobres de la tierra se mueran de hambre, de sed o de enfermedades que en los países desarrollados ya llevan mucho tiempo erradicadas.

Que la mayor parte de la riqueza del planeta recaiga en unas pocas manos, mientras el resto de la población malgasta su vida tratando de sobrevivir o dejando pasar de largo todos los trenes pensando que mañana ya tendrán oportunidad de coger el siguiente, no puede ser en absoluto una estrategia sostenible.

Ante los gigantes económicos que ostentan todo el poder y gobiernan nuestras vidas en la sombra, poco se nos antoja que podamos hacer. Ellos lo tienen todo y nosotros sólo dos manos y dos piernas para seguir trabajando por sueldos precarios que apenas nos alcanzan para sobrevivir y poco más. Eso los más afortunados, porque algunos tienen muchos menos o no tienen absolutamente nada.

Inmersos en nuestros agobiantes días, saturados de estrés y de pasarnos la vida corriendo para tener la sensación de que nunca llegamos a ninguna parte, no siempre nos queda tiempo para pensar, para idear una manera de frenar el avance de este mundo de locos, en el que parece que a todos nos ha dado por ir a trescientos por hora por una autopista en un coche sin frenos. Si nos dignáramos a reflexionar un poco antes de arrancar el motor, nos daríamos cuenta de que la colisión podría ser inminente y las consecuencias fatales.

El ritmo que ha tomado nuestra evolución como especie es frenético. No nos da tiempo a asimilar lo que estamos aprendiendo cuando ya nos vuelven a cambiar los esquemas a los que tendremos que adaptarnos. A la que bajamos un poco la guardia, corremos el riesgo de perder el hilo y quedar descolgados de ese progreso que nos venden como una especie de panacea y que no es más que una espiral ascendente que nos acaba llevando al mismo sitio todos los días. Porque todo parece que cambia muy rápido, pero en realidad, nada cambia, pues nos pasamos la vida haciendo las mismas cosas, sólo que cada día hemos de aprender a hacerlas de una manera distinta, con instrumentos diferentes y a una velocidad mayor.

No nos damos cuenta de que comprar por internet nos puede resultar más cómodo, pues no hemos de movernos del sofá, pero les complica la vida a demasiadas personas en el mundo y contamina al medio ambiente a unos niveles nunca vistos en la historia de la humanidad. Hoy en día todo viene en contenedores que se transportan por barco desde la otra punta del mundo y acaban de hacer el trayecto hasta su destino por carretera. ¿De verdad necesitamos encargar nuestros alimentos, nuestros juguetes, nuestra ropa o nuestros aparatos electrónicos a una empresa del otro extremo del mundo? ¿Acaso no tenemos industrias o tiendas donde podamos encontrar todo eso en nuestro barrio o en el centro de nuestros pueblos o ciudades?

Si nos apetece comer algo y no tenemos ganas de cocinar, ¿acaso no tenemos mejores opciones que la de hacer un pedido a través de una aplicación para que un pobre repartidor, que igual no está ni contratado por la empresa para la que hace sus servicios a precio de saldo, nos lleve la comida hasta nuestra casa? ¿Acaso no es mejor salir de casa e ir directamente al restaurante, bar o chiringuito y consumir lo que queramos allí mismo?

Cuando nuestra comodidad implica complicarle la vida a los demás, deja de ser comodidad para convertirse en irresponsabilidad. Siempre habrá quien defenderá la opinión de que, gracias a estos nuevos servicios de entrega a domicilio, mucha gente tiene trabajo. Es cierto, pero un trabajo de lo más precario y en unas condiciones que nadie las querría para sí mismo.

Últimamente han proliferado aplicaciones mediante las que se puede comprar y vender ropa usada, que contribuyen al reciclaje evitando que gran cantidad de artículos téxtiles acaben en los contenedores de basura. Las fibras textiles son altamente contaminantes. Cuanto más se aprovechen estas prendas, mucho mejor para la salud del planeta.

En la agricultura cada vez se está apostando más por la producción ecológica y desde el comercio se trata de incentivar la compra de productos de proximidad en las tiendas de barrio y en los mercados de productos frescos de toda la vida, evitando los productos envasados y los procesados y precocinados. Todo lo que en décadas anteriores se nos ofreció como una oportunidad para ganar tiempo en la cocina, ahora, afortunadamente, se nos presenta como una opción a evitar.

Pero, pese al incremento de concienciación con la necesidad de reciclar, de invertir en energías limpias y renovables, de usar menos el coche y más las propias piernas o la bicicleta y de respetar nuestro medio natural porque es la tierra que habrán de heredar las generaciones venideras, queda muchísimo por hacer y por aprender.

Es inconcebible que, cada vez que se celebra un macro evento al aire libre, la gente deje Tirados por el suelo todos los envases de lo que ha consumido. No cuesta tanto meter en una bolsita tus propios residuos y tirarlos a un contenedor o a una papelera de camino de vuelta a casa, igual que haces cuando sacas al perro. ¿Por qué tu perro tiene que ser más limpio que tú? Se supone que tú eres el animal racional y él el irracional.

Viajar es otra de las cosas que hacemos mal, pues tomamos aviones demasiado alegremente para desplazarnos de un punto a otro para pasar a lo mejor dos días en cada sitio, como si no hubiera un mañana. Aprovechando las ofertas de última hora, justificamos nuestro despropósito engañándonos con la idea de que, al ser tan económico, cualquiera va en tren o en coche. Volvemos al mismo ejemplo de la comida a domicilio, para que algo nos resulte barato, ¿a cuánta gente le estamos complicando la vida? En el caso concreto de los aviones, el precio que pagamos por nuestros viajes irresponsables es el envenenamiento de nuestro aire. ¿Nos hemos preguntado alguna vez cuánto contamina un avión? De la infinidad de vuelos que cruzan nuestros cielos en un día, ¿cuántos se podrían evitar sólo con ejercitar un poco nuestro sentido común?

Los aviones nos permiten viajar muy rápido para seguir viviendo rápido, como si huyéramos de nosotros mismos y no quisiéramos tener tiempo de pensar. Tal vez porque al pensar la propia vida corremos el riesgo de sospechar que llegaremos a morir sin tener conciencia de haber vivido plenamente.

Puesta de sol del último día del año en el puerto de la Clota, en L'Escala



La forma más rápida de conectar con uno mismo y con lo que le rodea, a veces es dignarse a parar, a no hacer nada. Entretenernos en la contemplación de una puesta de sol, que dura un suspiro, pero nos puede llegar a embriagar de tal forma que su luz nos acompañe durante mucho tiempo. Maravillarnos con la observación atenta del vuelo de una golondrina o de una gaviota que cruza el cielo sobre el mar. Como acostumbra a hacer Judit, para empaparse de la verdadera vida que no está dispuesta a permitir que nadie le arrebate.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

A Judit Xiberta, por su pasión por vivir.