Soy el jabberwocky, píndaro de mástulas

Por Calvodemora

"Erase una vez una coincidencia que había salido de paseo en compañía de un pequeño accidente; mientras paseaban, encontraron una explicación, tan vieja, tan vieja que estaba toda encorvada y arrugada y parecía más bien una adivinanza"
Lewis Carroll, Silvia y Bruno, 1.889


El monstruo más cercano que tenemos es el que nos mira desde dentro. Eso es lo primero que se me ocurre cuando pienso en monstruos. Yo mismo he visto al monstruo salirme del pecho como al personaje de Alien y lo he contemplado desde arriba y él me ha contemplado desde abajo con inaudita armonía, como si nos conociéramos de toda la vida, pero en fin, no nos pongamos trágicos, no tengo hoy ganas de afear el domingo con pensamientos tan tristes. Vamos directamente a la alegría de la ficción. Entremos, oh hermanos de barra, oh criaturas del espejo, en la fiesta de los monstruos, pero no se amedren ni teman. Están aquí los mejores monstruos, los que han demostrado a lo largo de los años su valía en el ejercicio del terror, pero que jamás mataron a nadie. O al menos de eso tengo yo noticia. Siempre habrá quien en primera persona relate una anomalía, explique un fallo en esta poco sutil (ya verán), un poco caótica (ya verán) y finalmente humorística historia. Ya irán viendo. He aquí, remozado, una de las entradas más queridas y de más caótico apresto surgidas del barrunto sináptico de vuestro humilde escribidor. No habría sido posible sin que mis queridos amigos de Barra me hubiesen puesto en la pista e insuflado (ellos saben) el espíritu cómplice de las letras. Entra Lewis, el alien.
Jabberwocky

'Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.

'Beware the Jabberwock, my son!
The jaws that bite, the claws that catch!
Beware the Jubjub bird, and shun
The frumious Bandersnatch!'
He took his vorpal sword in hand:
Long time the manxome foe he sought--
So rested he by the Tumtum tree,
And stood awhile in thought.
And as in uffish thought he stood,
The Jabberwock, with eyes of flame,
Came whiffling through the tulgey wood,
And burbled as it came!
One, two! One, two! And through and through
The vorpal blade went snicker-snack!
He left it dead, and with its head
He went galumphing back.
'And hast thou slain the Jabberwock?
Come to my arms, my beamish boy!
O frabjous day! Callooh! Callay!'
He chortled in his joy.
'Twas brillig, and the slithy toves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe.
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, 1.872


Brillaba, brumeando negro, el sol;
agiliscosos giroscaban los limazones
banerrando por las váparas lejanas;
mimosos se fruncían los borogobios
mientras el momio rantas murgiflaba.
¡Cuidate del Galimatazo, hijo mío!
¡Guárdate de los dientes que trituran
Y de las zarpas que desgarran!
¡Cuidate del pájaro Jubo-Jubo y
que no te agarre el frumioso Zamarrajo!
Valiente empuñó la espada Vorpalina;
a la hueste manzona acometió sin descanso;
luego, reposóse bajo el árbol del Tántamo
y quedóse sesudo contemplando...
Y así, mientras cavilaba firsuto.
¡¡Hete al Galimatazo, fuego en los ojos,
que surge hedoroso del bosque turgal
y se acerca raudo y borguejeando!!
¡Zis, zas y zas! Una y otra vez
zarandeó tijereteando la espada Vorpalina!
Bien muerto dejó al monstruo, y con su testa
¡volvióse triunfante galompando!
¡¿Y hazlo muerto?! ¡¿Al Galimatazo?!
¡Ven a mis brazos, mancebo sonrisor!
¡Qué fragarante día! ¡Jujurujúu! ¡Jay, jay!
Carcajeó, anegado de alegría.
Pero brumeaba ya negro el sol
agiliscosos giroscaban los limazones
banerrando por las váparas lejanas,
mimosos se fruncian los borogobios
mientras el momio rantas necrofaba...


Traducción de Jaime de Ojeda, incluida en A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado, Alianza Editorial, Madrid, 1973.

   Salpodiando el manulo / Letanía gravítica

Me aprestaba yo a desmorder el zúmbulo cuando fresaba un górrido apresto de facuas. Era invernalia y el féciro tramolaba en el quiciante de la balnocada como una fiera trámpola de nimias. Las nimias se adhieren al noble greco de  las empresas funistas, pero no entra en mi claumia verter aquí más yomba de la que sé Crea el amable lector que mi corazón se desbocó en la cárcel de su pecho ni que huí, comido por la fiebre del miedo, empujado por la sangre de pronto amenazada. Lo que mi fresmor pedía a bartolda era una dárgola en mi jerima, una dárgola diligentil con la que afrumbar al monstruo que se ferraba frente a mí, despromicando, abrumando carolos, alampimando funesta mágina con cada parpadeo de sus címbulos. He aquí a vuestro héroe accidental, al bueno de Emilio Calvo de Mora Villar, al que jamás creísteis metido en una aventura con facuas y con himedusas, con voluntos de urgidia y con la terrible dármula del puro miedo.

El jabberwocky me miró a los ojos. Soy el jabberwocky, pindaro de mástulas. El que te arrancará del jumpo ese corazón inoscado que tienes. Frevarás, morfará tu boca espántulas de jirocidia hasta que, lustio, infidio, gritarás el ferodio que jamás te concederé, oh tú, brandil sin corza, oh tú, gran hijo de la cristia. Eso, oh amable lector, me dijo el jabberwocky antes de que atravesara mi corazón con su lengua metálica y cerrara los ojos y se me fugara, sin yo poder evitarlo, el alma al lugar en donde van las almas de los que, en vida, fueron malvados y ejercieron con esmero la blasfemia, la perfidia, la traición y la crueldad pura. Ahora soy un jabberwocky de segunda generación al modo en que los vampiros convierten en vampiros a quienes muerden porque el jabberwocky con su lengua metálica convierte en jabberwocky a los que fulmina, y yo soy el fulminado, el monstruo que destarba los járulos, farulea los morfos y chupamea los blástulos. Ése soy, en eso me convertí cuando el jabberwocky me miró a los ojos y recitó el poema de mi castigo. Ahora vago por las calles sin que los otros perciban mi monstruosidad, pero busco con precisión mis víctimas y las abordo en callejones oscuros y las miro a los ojos y les recito el salmo del jabberwocky: Soy el jabberwocky, pindaro de mástula. El que te arrancará del jumpo ese corazón inoscado que tienes. Frevarás, morfará tu boca espántulas de jirocidia hasta que, lustio, infidio, comido por mil fiebres mirantorias, gritarás el ferodio que jamás te concederé, oh tú, brandil sin corza, oh tú, gran hijo de la cristia, oh tú, pepero. No hay manulos. Los retiró su pándila.



El obrador de prodigios De Lewis Carroll admiro lo retorcido.  Creo firmemente en que los mundos que Carroll imaginó son en ocasiones mundos más tangibles que éste en el que vivimos. De la ficción, en general, de su militancia en el asombro, me quedo con su capacidad para burlar la severa maquinaria del tiempo, la que da un ayer impreciso, un hoy huidizo y un mañana esquivo, la que arma de felicidad al que se deja invitar al festín. Yo, feliz con estos asuntos sencillos, amo los monstruos. Quizá porque representan la parte más grotesca o la parte más tenebrosa del anverso necesario de lo real. ¿Que hay monstruos en la calle ahora mismo, mientras escribo? Por supuesto, pero los míos más favoritos están en el territorio de lo mítico, en la divina bondad de la imaginación. Los monstruos inventados son, como King Kong, terribles y a la vez tiernos. No conozco monstruo que no posea un corazón ni autor que no se esfuerce en mostrar una brizna de ternura, un mapa (aunque sea sencillo, rudimentario, precario y a veces forzado) de ese corazón dentro de la bestia. Creo en la ficción, en los Carrolls que hay en el mundo, los que fatigan las noches en la creencia de que uno de los mejores mundos posibles es el de los cuentos. Y no hay cuento sin monstruo. Incluso gana el cuento en la medida en que está mejor descrito y perfilado el monstruo que lo habita. Tenemos que aceptar, mal que nos pese, que el mal atrae más que el bien. Que nos hechiza Moby Dick por la dimensión casi teológica del animal al que persigue, obcecado, hechizado también, el capitán Ahab. Que Hannibal Lecter, el monstruo creado por Thomas Harris felizmente llevado al cine por Jonathan Demme en El silencio de los corderos, es un ser entrañable en el fondo, uno al que nos une la oscura filiación del afecto al terror. Lo vemos ahí, enrejado, vestido de blanco, recitando su mantra de delicatessen lingüísticas, y no queremos que el realizador cambie de escena ni mueva el plano de la mirada bastarda de este engendro de la imaginación perversa. Pero el monstruo en el que más cómodo me siento es el lenguaje. El lenguaje puede elevarnos a un cielo sublime de belleza y de ardor místico o enfangarnos en el gris más hondo del miedo. Posee este tesoro que manejamos a diario la capacidad de hacernos buenas personas o hijos de puta con corbata y blackberry en el bolsillo. El manejo de las palabras es el que nos hace libres: el que nos hace trascender, el que nos invita a ese mundo mejor que a veces no sabemos en dónde pueda estar y que, invariablemente, encontramos en la ficción, en la aventura de leer, en la gloria infinita de sentarnos en una butaca de cine y dejarnos atravesar por 24 veces por segundo de fotografías asombrosas, de historias grandiosas y perdurables. Mi monstruo favorito es la palabra. Lo saben los teólogos y los comerciantes. La usan con esmero infinito los polìticos y los raperos. No hay nadie que le niegue el poder que posee. Nadie que la ningunee o la aparte. Hay gente que cuando habla da miedo. No hace falta que se transfiguren y parezcan monstruos de los que hacen que cerremos los ojos, de pura fealdad y de maldad a la vista. Conozco gente de lengua viperina, culebras en las sílabas y napalm en las oraciones subordinadas. Pero conozco también gente dulce y fabulosa, de verbo cómplice, de frases abiertas en las que uno puede entrar y tumbarse dispuesto a que lo acaricie el céfiro de la tarde. Uno se juega la vida a diario en las clases procurando que el verbo fluya como debe, insistiendo en que el lenguaje es el único tesoro que tenemos. No se entra en descalificar a quien no comparte lo que pensamos porque esas cosas no forman parte del quehacer escolar y sólo fomentan odio entre los que la jalean. La misión del profesor, aparte de educar y de formar, más allá de la visión academicista o de la visión ética de la vida, es hacer ver al alumno la belleza de las palabras, la inteligencia de las palabras, la urdimbre maravillosa de palabras fornicando con otras palabras para crear ideas. Normalmente, salvo esos charlatanes con pedigrí semántico y con mala leche ideológica que usan la lengua para confundir y para medrar sobre el perjuicio ajeno, medimos las cosas que decimos. Nos desbocamos lo justo. Una vez que uno se desboca y abre la pandora de las palabras, salen sapos encendidos, dragones escupiendo cáncer. Hay algo de divino, divino en el sentido de caído directamente de Dios, en el oficio de hablar. El que habla es un dios y el que escucha un súbdito, uno que al hablar se transforma también en dios y hace súbdito a quien antes le hablaba. El escritor es un dios de una querencia más sagrada. Quizá porque lo escrito, a diferencia de lo pronunciado, perdura. Tal vez porque los monstruos que inventa (ya hemos dicho que monstruo es todo aquello que nos espanta y atrae, todo lo que no se ajusta a la rutina y nos perturba) siguen su travesía de terrores y de escalofrío durante la (por qué no) tenebrosa línea del tiempo.



El hacedor de monstruos
El mejor inventor de monstruos es H.P. Lovecraft, a quien he dedicado esta caótica rendición de miedos privados. Nadie como él para meter en el alma el óxido del miedo. Ningún escritor más dotado para inventar mundos alternativos, universos paralelos, lugares donde lo sobrenatural respira, sin que esa respiración nos aturda, sin que apreciemos su veneno moroso, pero dispuesta a pararnos el corazón sin pudor alguno. Si no hubiesemos tenido a Lovecraft no hubiese nacido la Hammer. Claro que si no hubiese existido Poe, Lovecraft jamás habría escrito. Entonces todo empieza con un barril de amontillado o con un gato negro o con un corazón delator. Pero admita el lector que estamos hablando de sutilezas. El verdadero terror, los monstruos que más imponen, son los monstruos sutiles, excepción hecha de los aliens colonizando el Nostromo, pero eso es otra historia. Una mía bien privada que requerirá, en el futuro próximo, un capítulo más detallado.




Los administradores del castillo
Son los monstruos de los que no tienes noticia, aquéllos que dan un miedo primitivo, inargumentable, que eriza el sentido común y pone la cabeza a hervir, especulando con la posibilidad de que se te encaren un día y te aborden sin aviso, no sabiendo si comenzará por mordisquearte el labio superior hasta convertirlo en una papilla sanguinolenta o se esmerará en hacerte ver que no debes pasar miedo, sentándote en una silla (amarrado o sin amarrar) para a renglón seguido hablarte en acento tejano sobre la necesidad de volver a invadir Irak. Son, en definitiva, los monstruos presentables, los que no escandalizan ni afean una fiesta en un jardín, con música new age y cocktails con hierbas del Katmandú. Pero ay, ésos son, oh amables lectores, ya un poco hartos de este texto sin forma, los que más nos hacen perder una de las cosas más preciadas que tenemos: el sueño. Conozco algunos y no tengo ninguna duda de que me van a presentar unos pocos más. Ojalá sean pocos y no haya que abrir otro post para ampliar la lista, pero no van a menos. Ganan conforme pasan los días. Se esmeran en pasar inadvertidos. Creen (con razón) que siendo invisibles, no percibiéndose sus formas, operan con más eficacia. Y más impunemente, por supuesto. Lo peor de toda esta infame caterva de monstruos de ahora es que van impecablemente trajeados y cobran la soldada por el banco. Lo inasumible es que ocupen mando en plaza. Que administren el castillo sin preocuparse de que los inquilinos se mueran de hambre. Pero estoy excediéndome y va siendo prudente ir cerrando. El monstruo que llevo dentro me pide su ración diaria de pánico.


 No habrá más.