A veces me agarro unos cabreos monumentales, con las llamadas huelgas de celo. Paradas inexplicables entre estación y estación, demora de seis o siete minutos entre un tren y otro. Cuando por megafonía se oye la consabida retahíla de “servicio interrumpido por avería, disculpen las molestias” los viajeros resoplan y se hacen comentarios con sorna. Los viajeros, sufridores, están calentitos en general con los sindicatos ysu actuación en el conflicto del metro. El derecho a huelga está reconocido por la Constitución, es legítimo y legal, pero cuando el tren llega atestado de gente y no puedes entrar te acuerdas de la madre del conductor, a bote pronto, antes que de la del Consejero de Transportes.
Como el fin justifica los medios, dan al más débil, al usuario, para hacer daño a los de arriba, daño entendido como pérdida de confianza ciudadana en la clase política (ya hace mucho que yo no confío, señores míos). Las huelgas de metro me generan un estrés añadido a las carreras del día a día. Los de arriba, por lo que parece, no se enteran o hacen como si les diera igual. Al final las consecuencias recaen en los más débiles. Porque el consejero del ramo de seguro no pisa el suburbano, más que para inaugurar estaciones y con la crisis ni eso, no hay dinero para obras públicas. Los que viajamos en metro no somos millonarios precisamente, sino trabajadores que también sufrimos con las políticas de austeridad, las subidas de impuestos, la supresión de la paga de Navidad y los recortes de sobra conocidos por todos, en sanidad, educación y una largo etcétera.
Cuando acumulas varios días la tensión que supone llegar tarde al trabajo la palabra huelga te genera gastritis. Comprendo la furia sindical contra la patronal, en este caso, la Comunidad de Madrid, pero me siento como un daño colateral al que nadie ampara.
Dentro de la política propagandística sindical, a la que tienen todo el derecho, algunos días dan unos panfletos en las cabeceras o los finales de línea bajo el lema “En defensa de un transporte público y de calidad, no a la política de recortes”. El otro día le dije al repartidor, haciendo ejercicio de mi derecho a la libertad de expresión, que no quería ni un papel más y que aun entendiendo sus reivindicaciones, yo lo único que veía es que me fastidiaban para llegar al trabajoa mi hora, que eso a la larga puede generar problemas, que me hacían polvo para recoger a mis hijas. Ni mu, claro.
Los sindicatos no gozan de muchas simpatías en este país y cuando uno lee noticias como esta se te cae el alma a los pies. Menuda credibilidad la de la organización en cuestión. Ellos también le dan la patada al trabajador sin miramientossi es menester, aplicando la reforma laboral que dicen combatir. Vaya tomadura de pelo. No sabe una ya si reir o llorar, esto último en todo caso, porque hablamos de personas que se quedan en el paro, y el paro en este país no es una lacra, es una gangrena que va camino de dejar en la cuneta a seis millones de personas. Que te de la patada el empresario no sorprende, que te de la una organización sindical clama al cielo. Voy a supervitaminarme y mineralizarme y ponerme rollo zen porque el próximo mes me temo que habrá nuevas jornadas marcadas por los sindicatos en las que metro de Madrid no volará y necesito tener los nervios de acero.