La verdad, bien mirado y con la que está cayendo, no debo de andar muy cuerda ni muy femeninamente melindrosa, ya que el pasado lunes tuve a bien comunicar a mis jefes que me iba, que 'Paris, c’est fini', que tenía un proyecto entre manos y que hasta ahí lo que se daba. Como si la cosa ya estuviera marchando viento en popa y proporcionándome unos dividendos del carallo cuando, en realidad _pese a ser un proyecto faraónico y más que prometedor, de esos millonarios por cuanto viene a cubrir un desatendido nicho de mercado_, aún está en modo inminente.
Así pues, como sostiene papito, debo de tener las gónadas del mismo calibre que el gorila de Isla Calavera ya que, sin más amparo que la exigua prestación por desempleo _que no llega hasta abril_ y un parche crematístico proveniente de un plan de protección de ingresos, me aventuro _con el Bombónido también en paro desde el pasado octubre y tres niñas a cargo_ a decir 'bye bye, my job' con una sonrisa de oreja a oreja y con la absoluta certeza de que las cosas habrán de ir bien. Más que bien. Requetebién.
No es la primera vez _entiendo que tampoco la última_ que me lanzo a tomar decisiones de este calado. Una manía recurrente y 'antimundo' cuyo origen yo atribuyo a un golpe que me dio un columpio en plena cara a la tierna edad de tres años y que debió, por la piradez temeraria y recurrente que caracteriza mi biografía, dañarme de manera irreversible algún lóbulo prefrontal.
O modificarme el ADN, claro está. Porque, como dice el Bombónido, los tengo más gordos que King Kong. Algo que no me atribularía demasiado si no fuera porque, después de dar calabazas a más de uno y tener más claro que el agua que quiero casarme con el Lobo Feroz en el Parador de Baiona _ultrafemenina y mirando al mar, como la Victoria de Samotracia_, ahora va a resultar, tomando en cuenta las últimas decisiones, que lo que tengo entre las piernas no es un nínfico nenúfar sino un morrocotudo tulipán.
Avisados quedáis, pues.
¡Soy un hombre!.