Estoy en un Banco. Yo sólo quería pagar un impuesto…La cola, interminable. El amable cajero, desbordado. Digo amable, porque era un tipo amable. Muy torpe (eso sí) pero muy, muy amable.
Cuando me llega el turno, se oye el timbre del teléfono (de nuevo, porque llevaba un ratito sonando). Intenta realizar mi gestión mientras intenta, también, coger el teléfono que tiene un cable muy largo, que se había enroscado. Lo ha intentado desenroscar. Tosecitas. Miradas clavadas en mi nuca. Yo hago un cambio de peso, de una pierna a otra y hago ese gestito de tamborileo con los dedos, encima del mostrador… Ha atendido la llamada y “como todos los compañeros están reunidos” (allí no había nadie) le ha dicho a su interlocutor que le tomaba nota del número. Ha cogido un folio. Se le ha caído el folio. A todo esto, ya no era capaz de ir haciendo lo mío.
Una vez ya ha tenido el papel ubicado, coge un bolígrafo. No funciona el bolígrafo. Me sonríe, en plan empático. “Cuando lo necesitas, no hay un boli a mano que vaya bien”. Miro el reloj. Ya me empiezo a impacientar. Me va a romper la planificación y lo llevo todo muy, muy medido. A todo esto, se oye una voz lejana, desde el auricular: “¿Oiga?”. Finalmente, apunta el teléfono ( se lo ha hecho repetir tres veces) y sigue con lo mío. El lector de código de barras, tampoco funciona. Me dice que es normal. Nunca funcionan. ¿? Teclea los cien mil numeritos y pasa el impuesto por una impresora que se atasca…En este punto me he dicho: Soy yo. Estropeo las máquinas…Finalmente, consigo mi copia con el justificante de pago que me la entrega con una frase triunfal : “Bueno, esto ya está. ¿Alguna cosa más?”
Después, visito una Charcutería recién estrenada (me han chivado que tienen un jamón ibérico exquisito). Hay cuatro personas atendiendo. La siguiente soy yo, pero todos los presentes están inmersos en conversaciones “amables” ¿Y cómo está tu hija? Bla, bla, bla. Bolsa en mano y los clientes y dependientes, departiendo (tranquilamente). Yo, esperando. Cuando me toca, tengo que esperar que acaben de cortar salami en la máquina. “Es que acabamos de abrir y sólo tenemos una máquina”. La chica, en una extraña posición, con la mano alzada con la pieza de jamón, me pregunta si quiero algo más. Decido probar la longaniza de payés ( es difícil encontrar una buena y artesana) y la chica se gira para coger una pieza, justo cuando su compañero con el trozo de salami, hace lo mismo… Salami y jamón, volando por los cielos y cayendo, gracias a Dios, dentro de la vitrina. Soy yo, ahora lo tengo claro…Tras la recomposición de la escena ( risas y bromitas que han ralentizado el proceso), empieza a cortar el jamón. Le digo que muy fino. No me parece muy fino. Me dice que aún no le ha cogido el truco a la cortadora. Empieza a regularla y entramos en un bucle : Ya no se puede poner más fino. Le pregunta a una compañera. La compañera re-regula la cortadora. Es fino pero no muy fino pero ya le digo que da igual…Sé que la máquina no va a funcionar en modo “muy fino”…
Salgo con el jamón y la longaniza, ya sabiendo que me han roto la agenda. He malgastado mi tiempo. Se me ha escapado entre llamadas de teléfono, cables enrollados, bolis que no van, impresoras que se atascan, charcuteras y charcuteros que lanzan jamones, cortadoras que no cortan fino… Me irrito. Ahora, tendré que ir muy deprisa.
Al llegar al coche, veo otro coche, en perpendicular, bloqueándome el paso, con las luces intermitentes de emergencia. Se supone que van a ser unos minutos… Se me hacen eternos. ¿Han sido cinco, diez? No lo sé. Más de lo previsto. Soy yo. Hoy provoco torpeza y retrasos…
Estoy a punto de abrir el paquete de jamón para evitar ponerme a tocar el claxon como una posesa, cuando veo correr hacia el coche a un chico joven. En mi interior, lo insulto (un poco). Abre la puerta trasera. Corre, de nuevo, hacia la calle y de un portal, sale una anciana, caminando trabajosamente, apoyada en dos muletas…
Me da gual si soy yo…
La prisa se me pasa.
El tiempo se para.
Podría ser yo…