Voy por la calle con Pablo. Hace un calor de éxodo bíblico, el habitual por estas fechas. Pero se aguanta bien a la sombra, con la tarde ya caída.
La ciudad se ha quedado desierta. Impresiona el silencio. Incluso el silencio de los bares, que están llenos, pero con la parroquia muy callada, pegada como moscas a las pantallas de plasma. Cruzo una avenida con el semáforo para peatones en rojo, tranquilo, muy despacio: no pasan coches ni se atisban en ninguna dirección. Los semáforos regulan la nada.
Podrían ser las tres de la madrugada, pero son las nueve de la noche. Y, además, a las tres de la madrugada de un día normal hay más movimiento que a esas nueve de la noche fantasmales.
Sólo circulan autobuses casi vacíos y taxis libres. Por las aceras apenas me cruzo con nadie, y casi todos son inmigrantes. Madres y padres que, como yo, empujan carritos de bebé, intentando que sus hijos respiren un poco de aire antes de asfixiarse en sus cunas.
Paso por delante de un sitio de kebabs. Está vacío, y su dueño, un tipo de rasgos hindúes, se rasca la cabeza en el vano de la puerta, como contrariado por la falta de clientes.
Más tarde, cuando estoy cenando en casa y viendo una peli, estalla la hecatombe. Se empieza a oír por todas partes: “Gooooooooooooooooooooooooooooool”.
Estoy con las ventanas abiertas y lo escucho todo. Me aseguro de que los gritos no han despertado a Pablo, que duerme como un ceporro, y sigo con mi peli. Pero, como a través de la ventana abierta, los vecinos de enfrente me ven, varios patanes con la cara pintada de amarillo y rojo que han salido a la ventana a berrear, me cazan y me empiezan a gritar: “¡Eh, que ha marcado España, tú, joder, que España va ganando!”.
Estoy por agradecerles la noticia e informarles, como muestra de gratitud, de cómo va mi peli. Les diría: “Pues aquí, a Robert de Niro se le está empezando a ir la pinza y dentro de poco empezará una matanza de las guapas. Ya me sé el final, que he visto Taxi Driver muchas veces, pero sigue molando que te cagas”.
Sin embargo, opto por callarme e ignorar los gritos.
Cuando termina el partido, la rutina de costumbre. Bocinazos y grupos de garrulazos gritando: “Yo soy español, español, español”.
Yo también: tengo un DNI y un pasaporte que así lo atestiguan. Pero, seguramente, para ellos, soy menos español, un español de chichinabo, casi un antiespañol.
Echo un vistazo a internet: en los comentarios de muchos digitales, la petición de que la gente aproveche la oleada patriótica para dejar expuestas las banderas de España todo el año, no sólo cuando hay fútbol.
Suspiro.
Me siento extrañamente animado. Abro la ventana y me pongo a trabajar en la novela. Avanzo bastante en la resolución de una de las tramas y reescribo un par de pasajes de lo que creo que será el arranque y que, ahora sí, me convencen. Es una velada productiva. Parece que el patriotismo ambiente me inspira.
Va a tener razón mi hermano, con quien he hablado de estas cosas por la tarde: quizá no sea malo que el patrioterismo español salga del armario.
Yo lamentaba -y lamento- que se esté dejando de lado ese sano tabú que había en este país por la bandera y el himno. Ese tabú que llevaba a muchos, no necesariamente nacionalistas de ninguna parte, a no poder escribir la palabra España y a preferir la expresión Estado español. A muchas conciencias democráticas, la mía incluida, les repugnaban los símbolos de su nación porque estaban irreversiblemente contaminados de franquismo, cuando no directamente manchados de sangre.
¿Irreversiblemente?
Está claro que no. Pasado un tiempo prudencial, todo se olvida, y hasta las manchas de sangre más pertinaces acaban disolviéndose o incorporándose al diseño de los tejidos. Eso es lo que está pasando ahora mismo en España: el recuerdo de la dictadura está demasiado lejano, y los amantes de las banderas y los himnos pueden desfilar orgullosos sin temor a ser acusados de nada. Porque, en virtud, es cierto que su patriotismo nada tiene que ver ya con dictadores ni con guerras (aunque está todavía por ver que haya un solo patriotismo en el mundo que no tenga relación con algún tipo de violencia política).
Mi hermano argumenta que no hay nada de malo en ello, que es algo natural y consustancial a cualquier nación. Y es cierto, pero yo abrigaba la esperanza de que España fuera de verdad diferente en eso.
Una de las consecuencias buenas de nuestra historia trágica podría ser que nos hubiera vacunado contra el chauvinismo. Quizá no contra las versiones más ramplonas del chauvinismo, pero sí contra aquellas que atentan contra el decoro público y que violentan la convivencia. Creía -y creo sinceramente- que una de las cosas buenas de este país era su ausencia de banderitas por las calles y que a sus ciudadanos no se les obligara constantemente a mostrar adhesión a credo alguno ni a demostrar que eran españoles. Me gustaba que ser español fuera una simple cuestión administrativa, un azar de nacimiento.
Una de las cosas que más lamentan algunos sectores de Aragón es su falta de sentido de la comunidad, su falta de ambición colectiva. Envidian a los catalanes y cómo se pliegan en piña en torno a unos cuantos símbolos y a una lengua, y achacan el atraso secular de Aragón -que no es para tanto: tendrían que pasearse por Extremadura y por Castilla-La Mancha- y su falta de peso político a ese desinterés por todo lo que hace grande a una nación. Y, sin embargo, yo creo que Aragón es un sitio maravilloso para vivir precisamente por ese desinterés por las cosas nacionales. Esa falta de sentido de la comunidad nos da alas: nos deja completamente libres para vivir como queramos, pasando de proselitistas y de pelmazos, que en esta tierra suelen quedarse hablando solos en la plaza.
Hasta cierto punto, la España no periférica me parecía una extensión de la falta de sentido de la comunidad de Aragón. Las sociedades con un elevado sentido de la comunidad tienen una pasmosa facilidad para asfixiar e ignorar a las minorías que no encajan en el patrón uniforme. Incluso las democracias más democráticas y plurales exigen unos requisitos mínimos de adhesión pública para que la comunidad acepte a los individuos más raritos.
Yo pensaba que España -al menos, la parte de España no dominada por los nacionalismos- tenía una ocasión perfecta para librarse de esa rémora. Los símbolos solo tienen poder cuando se les hace caso. Si la gente los ignora, ellos solos mueren. Nosotros teníamos la oportunidad de acabar, por la vía del desdén, con siglos y siglos de épica guerrera y de estandartes ridículos. Pero, por lo visto, hemos decidido que vivimos más cómodos con ellos.
Pos bueno, pos fale, pos malegro.
Como dice mi hermano, no pasa nada. Claro que no pasa nada: cientos de países viven así. Pero a mí me hacía ilusión vivir de otra manera.