Arranca con una situación dramática. Un joven futbolista sufre una entrada violenta que le destroza la rodilla y los ligamentos. Su brillante porvenir se tambalea en un segundo. La cara que pone al escuchar el diagnóstico, y la que vemos en la silla de ruedas, lo dicen todo: “Mi carrera se ha terminado. Ya no puedo hacer nada en la vida”.
Pero entonces empieza la lucha, el esfuerzo personal. Tras la operación quirúrgica, comienza el largo calvario de la rehabilitación. Es el momento de la renuncia, del sacrificio, del vencer las propias limitaciones. Ahí es donde el coraje adquiere su dimensión más honda y más bella. Ahí es donde el afán de superación revela heroísmo: “No puedo defraudar a todos los que creen en mí”.
En ese empeño, no le faltan ayudas. Entre ellas, emerge la figura del fisioterapeuta: un médico animoso que es también un amigo, alguien que sabe estar tanto en los éxitos como, sobre todo, en los fracasos. Alguien que trabaja en silencio, que tiene que aguantar los desánimos y los desaires, los momentos de abatimiento y los gestos de suficiencia. Alguien que sabe mucho de humanidad, que sabe cuándo tensar la cuerda y cuándo debe aflojarla para que no se rompa: la frágil y delicada cuerda del esfuerzo.
Y al final, acontece el milagro. La última escena es grandiosa. Es difícil no conmoverse al asistir a ese bello desenlace. Una historia magnífica, que estimula e inspira, que ayuda a comenzar la semana con ilusión y optimismo.
¡Ah! Y es también un homenaje a las profesiones de servicio: no sólo la del fisioterapeuta; también la de la enfermera, el profesor, la madre de familia... Todas esas profesiones poseen la hermosura del sacrificio escondido. Son personas que saben apoyar cuando es necesario y aguantar los desplantes, porque saben mucho de cariño y de humanidad... Ojalá que esas profesiones abunden siempre en nuestra cultura. Y que su modelo sirva de estímulo para el trabajo de todos.