La historia se resuelve en dos secuencias. En la primera, una madre de familia llega a casa con sensación de derrota: ha realizado una entrevista de trabajo y no ha conseguido el puesto por falta de referencias. En la segunda, el hijo se vuelve hacia la cámara y empieza a recordar todo lo que debe a su madre:
“Nací en 1986. Desde entonces, todos en casa le hemos creado unas ojeras que no oculta... Su carrera se ha basado en la persuasión: ¡me convenció de que las verduras me pondrían los ojos verdes! Imaginación no le falta, no…”
En ese momento, la confidencia se hace más íntima, más entrañable y amorosa: “La llamas y está. ¡Siempre está! Por eso no me he convertido en el imbécil que podría llegar a ser… Le saca partido a todo, es un genio. Debería darle las gracias a mi padre por haberla elegido”.
Sólo entonces nos damos cuenta de que el chico está delante del empleador y está relatando esas referencias que antes le faltaban. Por eso añade: “Yo creo que son buenas referencias, ¿no?”. Y, cuando ya se marcha, pensando que al menos ha podido decir algo bueno de su madre, nos sorprende la respuesta del ejecutivo: “Lo son. Quiero tenerla aquí”. La respuesta del chico es aún más sorprendente…
Este es un anuncio que roza la perfección. Cada vez que lo veo me sonrío y aprecio tantos detalles de mi madre que consideraba normales… Y que ahora, con el paso de los años, me doy cuenta de que han sido el apoyo de mi felicidad.
Hoy en día, que las teleseries nos muestran a tantos adolescentes enfrentados a sus padres, es un buen momento para mostrar este anuncio a tantos jóvenes olvidadizos. Yo lo hice el año pasado, en el último día de clase. Y una alumna me dijo al salir: “Ha sido el mejor anuncio que hemos visto este curso: me ha hecho descubrir el cariño que mi madre ha puesto, durante años, en tantas cosas pequeñas. Gracias por ponerlo precisamente hoy...”.