En la quinta temporada de la serie The Wire (2002-2008) su creador, David Simon -periodista durante 20 años- completó el retrato de su ciudad, Baltimore, ocupándose de un tema que conocía bien, la decadencia de su profesión. Simon dibujaba una redacción en la que los periodistas veteranos eran sustituidos por jóvenes más baratos y los reportajes de investigación eran eliminados por no ser rentables. Un reportero, Scott Templeton, personalizaba esa pérdida de valores: era capaz de inventarse las noticias para vender periódicos. Aquel personaje estaba interpretado por Tom McCarthy, actor que ya había comenzado entonces una destacada carrera como director de cine con Vías Cruzadas (2003) y The Visitor (2007). Ahora, McCarthy presenta Spotlight una película que defiende, precisamente, la virtudes de ese periodismo en vías de extinción: el que dice verdades aunque ello le cueste perder lectores.Basada en hechos reales, Spotlight es el nombre de un pequeño equipo dentro del Boston Globe con la libertad de elegir sus temas, investigarlos durante meses y publicar historias aunque resulten incómodas para una institución tan poderosa como la Iglesia. Todo esto está contado con un interés detallado por el ejercicio profesional del periodismo, permitiéndonos el acceso a todas las etapas de la gestación de una noticia, incluyendo los momentos menos dramáticos del oficio. Y en esto Spotlight también recuerda a The Wire y su desglamourización del trabajo policial en pos de un realismo absorbente. Si la serie de Simon acababa siendo un retrato de Baltimore, aquí McCarthy dibuja una ciudad de Boston aterradora, atrapada por una fachada impuesta por una fe, que no deja atravesar la luz. Aunque no llega a crear a la incomodidad casi física de El Club (Pablo Larraín, 2015), Spotlight consigue indignarnos sin la necesidad de mostrarnos los rostros del mal. Con un soberbio reparto de actores -un enorme Mark Ruffalo- resulta admirable cómo esta película consigue emocionar sin elevar nunca el tono, sin mostrar ningún hecho especialmente dramático, sin discursos idealistas vacíos. Y esa es la verdadera prueba de que estamos ante una obra mayúscula. No la dejéis pasar.