[7/10] Con estética retro y una mirada nostálgica al pasado, “Stella” nos lleva a los años setenta parisinos para acompañar a la niña protagonista en su despertar a la vida adulta. La nerviosa cámara de Sylvie Verheyde se posa en el inocente rostro de la niña y busca primeros planos para adentrarse en el alma de quien vive en un entorno familiar y social autodestructivo. Sus padres llevan un bar frecuentado por individuos de dudosamoral y reputación, de los que Stella ha aprendido mucho de fútbol, juegos de cartas o de sexo. Con el nuevo curso, la asistencia a una escuela de prestigio se le presenta como una oportunidad para divisar nuevos horizontes en su vida, sobre todo cuando se hace amiga de Gladys y descubre un mundo de cultura y bienestar para ella desconocido.
La historia de Stella tiene todo el candor infantil del rostro de la niña y también toda la tristeza del ambiente del que trata de escapar. No hay estridencias ni crudeza en el tratamiento de las humillaciones y sí delicadeza para recoger los malos ejemplos de sus mayores. Verheyde toma de la niña su sensibilidad e inteligente mirada para recrear algunos de sus propios recuerdos, y quizá ese carácter autobiográfico explique la comprensión y espíritu entrañable con que retrata a casi todos los personajes, sin caer en lo maniqueo. La voz en off acompaña al espectador durante toda la cinta, que en ningún momento pierde el punto de vista de la niña y que nos empuja a empatizar con ella, además de dejarnos un regusto de dolor pero también de esperanza… porque la “escuela es una oportunidad que intentará aprovechar”.
La contención expresiva de una sorprendente Léora Barbara y sus reiterados silencios nos permiten percibir los dos mundos que se abren ante ella, en un futuro aún por dibujar y sobre el que quiere decidir. A Stella se le abren dos caminos en el despertar adolescente. Por un lado, su amiga de la ciudad, Gladys, se presenta como la invitación a una vida en la que se afiance con su propio nombre y donde pueda volar con su imaginación y su inteligencia (algo que tendrá que demostrar en la escuela, por ejemplo en esa tarea de interpretar un cuadro). Por otro, Geneviève, su amiga del campo y de las vacaciones, se ofrece como la alternativa para permanecer en un mundo marginal, casi salvaje y de pequeños horizontes. Stella tiene once años y poca cultura, pero comprende que vive un momento crucial y decisivo… y no por experimentar los primeros síntomas de la pubertad, sino porque es el tiempo de tomar decisiones, aunque sea con esfuerzo.
Excelente recreación de los ambientes setenteros -el bar paterno está magníficamente reconstruido, lo mismo que esa fiesta de cumpleaños-, con una fotografía apagada a lo antiguo, un vestuario ad hoc que marcó toda una época, y una música que explota las pegadizas canciones de moda de Umberto Tozzi y otros… que inundaban los veranos adolescentes. Con una narrativa sencilla y un montaje preciso, Verheyde consigue reflejar la dureza y desgarro de la vida con formas suaves y tonos placenteros, y suscitar recuerdos de “aquellos maravillosos años” aunque para muchos de los inadaptados protagonistas sean “una mierda” (sic).
Durante la película, el espectador puede acordarse del Antoine Doinel de François Truffaut, y también preguntarse por lo que habría sido de Stella si no hubiera cogido el gusto a escuchar a su profesora de historia -espléndido momento introspectivo, lo mismo que su entrada en el aula al sentarse junto a la niña de “La casa de la pradera”- o si no hubiera tenido la voluntad firme de no encender la luz por la noche para acostumbrarse a vencer sus miedos. Al final, esta película de iniciación es una ventana a un mundo nuevo de la mano de Balzac y de la amistad, dejando de lado la violencia y el temor a tanta negrura como percibía. Y también una grata sorpresa, emotiva y sensible, tanto desde la óptica personal como social, a la vez que una oportunidad para los amantes del cine francés más intimista.
Calificación: 7/10