Es práctica habitual, y lo ha sido desde hace un siglo, que la industria cinematográfica estadounidense lleve a cabo una nada disimulada importación de los mejores talentos de más allá de sus fronteras. Por todos es sabido que la edad dorada de Hollywood no hubiera sido posible sin la capital aportación de los cineastas europeos que emigraron a Estados Unidos en distintas oleadas, como no hace falta tampoco incidir en que ese flujo Europa-Hollywood se ha mantenido constante desde entonces.
Es innegable también que la hegemónica industria fílmica americana siempre ha estado atenta para captar los valores emergentes no sólo de Europa, sino también de otras cinematografías más alejadas culturalmente. El auge del cine asiático a partir del cambio de siglo no ha pasado desapercibido en la Meca del cine, siempre deseosa de adquirir a los cineastas más personales y exitosos en sus países de origen, por mucho que (casi siempre) en el traslado se haya quedado por el camino la mayoría de rasgos que hacían especiales sus películas en pos de una mal entendida comercialidad y rédito económico. Sirvan de ejemplos (aunque hay otros muchos) los japoneses Hideo Nakata y Takashi Shimizu, responsables del boom del terror asiático gracias a The Ring (Ringu, 1998) y La maldición (Ju-on, 2002), respectivamente. Ambos fueron llamados a dirigir su correspondiente remake hollywoodiense (en el caso de Nakata fue la segunda parte de la saga, el remake de la original lo realizó Gore Verbinski en 2002), con unos resultados artísticos bastante inferiores al producto de partida. Otro caso podría ser Wong Kar-Wai, el personal realizador de Hong Kong que intentó con My Blueberry Nights (2007) trasladar su particular imaginario nostálgico y estilizado (sublimado en obras maestras como Chungking Express o Deseando amar) a ambientes e intérpretes americanos, obteniendo un balance más forzado y menos auténtico. También ha sido tentando últimamente el surcoreano Kim Jee-won, quien tras deslumbrar con la potente Encontré al diablo (2010) es el encargado de dirigir a Arnold Schwarzenegger en The Last Stand (2013).
El último (aunque seguro que pronto penúltimo) en sumarse a esa lista es el también surcoreano Park Chan-wook, quien la próxima primavera estrenará Stoker (2013), su primera película en lengua inglesa. Park es el responsable de alguna de las mejores cintas del nuevo cine asiático del siglo XXI, en especial la apoteósica Old Boy (2002). Fiel al peculiar estilo visual y al tratamiento descarnado y estilizado de la violencia propio de cierto cine del extremo oriente, el realizador surcoreano tiene la difícil misión de mantener el nivel con elementos y presupuestos no habituales en su carrera hasta el momento. Stoker está escrita por Wentworth Miller, conocido mundialmente por protagonizar la exitosa aunque irregular serie Prison Break (2005-2009) y que firma su primer libreto con la colaboración de Erin Cressida Wilson, escritora habitual de películas con familias disfuncionales y secretos morbosos como Retrato de una obsesión (2006) o Chloe (2009). Y es que precisamente de una peculiar familia trata Stoker. Una familia en la que fallece el padre (Dermot Mulroney), dejando una inestable esposa (Nicole Kidman, felizmente recuperada para el buen cine y a la que veremos también en la esperada The Paperboy) y una aún más inestable y enigmática hija (Mia Wasikowska). Tras la muerte del cabeza de familia entra en escena su hermano (Matthew Goode), quien entra en la vida de las dos mujeres desencadenando situaciones extrañas e inesperadas. De momento nos conformaremos con este trailer y con la esperanza de que Park Chan-wook esté a la altura de las expectativas.