Strange Fruit

Publicado el 18 noviembre 2013 por Jcromero

Los expertos en etiquetajes dirán que los temas más afamados del jazz no suenan a jazz: Louis Armstrong y su What a Wonderful World, Bill Evans con Waltz for Debby o Strange fruit de Billie Holiday, entre otras. ¿Qué importan las etiquetas si la música trasmite emociones y sentimientos? «Cuando Billie Holiday cantó Strange fruit, cayeron las barreras de la censura y el miedo. Ella cantó con los ojos cerrados y la canción fue un himno religioso por obra y gracia de esa voz nacida para cantarlo, y desde entonces cada negro linchado pasó a ser mucho más que un fruto colgado de un árbol, pudriéndose al sol»¹. Con esta entrada, publicada en un blog olvidado, se abre un espacio para canciones con historia.

El Cafe Society era, como se podía leer en su entrada, «el lugar equivocado para gente de derecha» y el único club, fuera de Harlem, en el que los negros podían entrar por la puerta principal. Su propietario Barney Josephon, tenaz luchador antirracista, confirió su propia personalidad de respeto y defensa de los derechos civiles al club de jazz referencia del progresismo neoyorquino de finales de los años treinta. Hoy, Cafe Society se recuerda por su vinculación con una de las cantantes de jazz más representativas y con una de sus canciones más emblemáticas. Allí cantó con asiduidad Billie Holiday y, para siempre, aquel club se asoció con una de las canciones más conmovedoras y cuyo simbolismo podría compararse con el de Rosa Parks negando su asiento en el autobús. Todo acabó, para el Cafe Society, cuando la gente de orden emprendió la caza de brujas; entonces, su propietario fue detenido y el local cerrado. Pero ya era tarde; se había hecho historia. Mientras que algunos, con sus moralinas, cayeron en el olvido, o son recordados con desprecio, otros siguen bien presentes.

Cuentan, aunque hay otras versiones, que cierto día se presentó en este club de jazz un poeta y profesor en el Bronx, de origen judío, llamado Abel Meeropol. Lewis Allen, que era el seudónimo que utilizaba, ofreció un poema a Billie Holiday. El texto era un grito de angustia y denuncia: la cantante, que había padecido las consecuencias de la segregación y del racismo en carne propia y en la familiar, no dudó en aceptar el ofrecimiento. En el local tocaba el pianista Sonny White que le puso música y la propia Billie puso voz y un punto más de dramatismo.

Bitter Fruit de Abel Meeropol

Frankie Newton hace sonar la trompeta con sones lúgubres, llamando a silencio; notas tristes y una atmósfera fúnebre salen del piano de S. White con lentos y pausados compases. La emoción se desborda cuando Billie comienza a cantar, a recitar. Dicen que, al terminar la interpretación, los asistentes, guardaron un silencio conmovedor y escalofriante. Cuentan que la emoción fue tanta que parecían paralizados, que nadie se atrevía a aplaudir para no romper la atmósfera trágica que Lady Day y su grupo habían logrado.

Columbia, la compañía discográfica de la nueva diva del jazz, renunció a grabar Strange fruit aunque permitió que otra modesta empresa lo hiciera. Entonces aparecieron Milt Gabler y su pequeña compañía Commodore. El disco causó sensación en unos y convulsión en otros; muchas emisoras de radio rechazaron su difusión, incluso hasta Gran Bretaña llegaron los tentáculos prohibicionistas de la siempre mojigata gente de orden. En la misma grabación aparece el maravilloso blues Fine and Melow, otra de las piezas más hermosas que ha producido el jazz.

Desafortunadamente las dos últimas palabras del tema, «bitter crop», siguen en plena vigencia. Si, porque la mala cosecha continúa con otras formas pero dando los mismos extraños frutos. Hoy, años después, seguimos necesitando de poetas que escriban contra la barbarie, de cantantes que den voz a quienes no la tienen y de intelectuales que tengan coraje para contaminarse y denunciar los extraños frutos que siguen colgando de los árboles de la modernidad del mal llamado primer mundo.

Es lunes, escucho música mientras escribo:

1.- Espejos de Eduardo Galeano, Madrid, Siglo XXI, 2008, pag 278.

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