Una figura internacional para abrir las jornadas de este curso, pianista y director como dualidad única permitiendo afrontar un programa de la terna por excelencia (frente a la otra terna por indecencia: teléfonos, toses y paraguas), tres románticos con el piano como vehículo propio y tablero de diseño orquestal, colores esbozados en blanco y negro para alcanzar la paleta cromática de la gran formación. Zacharias nos dejó toda una lección de piano, excelencia desde la óptica de la reciprocidad tanto compositiva como interpretativa: la orquesta metida en el piano, y éste exportando a aquélla. Las obras elegidas, incluyendo la propina, tenían ese sello de la introspección, la lectura interior y compartida desde una engañosa sobriedad. Siempre comento lo malo de las apariencias: sencillez que esconde genialidades en los pentagramas y horas de trabajo con una técnica asombrosa al servicio de la música en los intérpretes, más en la soledad del piano. Nada al azar, todo milimetrado, dinámicas asombrosas sin el menor asomo de excesos para un romanticismo en estado puro.
El círculo debía cerrarse con Beethoven y su Sonata para piano nº 6 en FAM, Op. 10 nº2, tres movimientos que rompen la "norma" como no podía ser menos en el de Bonn, nueva bocanada de aire puro sin llegar al huracán, engañosa apariencia escrita y escuchada, con el Presto final suficiente para dejarnos más que satisfechos a pesar de la ráfaga que supuso.
Pero agradecido desde una seriedad con algunos tics, respondió con la Arabesque en DOM, Op. 18 de Schumann corroborando la total simbiósis con el de Leipzig, introspección compartida, filosofía germana como "nieve frita" que diría Gustavo Bueno, agnosticismo musical añadiría servidor, para una inicio de un ciclo que preside el piano y un intérprete que en Oviedo volvió a confirmar la sabiduría popular: las apariencias engañan.