En Milán, me alojé hace tiempo en un departamento que queda casi en el nacimiento de la via Camperio Manfredo, es decir, muy cerca de la estación Cairoli y, por lo tanto, a pocos metros del Castello. Sabía que Eco vivía cerca, pero no tenía ni su número de teléfono ni su dirección ni nada, y aunque hubiera tenido algún dato no me habría atrevido a llamarlo. Tampoco me lo crucé en la via Dante, donde a él le gustaba ir a tomar café o whisky. Yo había ido a encontrarme con un amigo, y finalmente nos desencontramos. La belleza de Milán fue también para mí la belleza de las ausencias, y entre ellas hay una ausencia que es la mayor de todas: la que oculta el propio Castello Sforzesco.
La Torre del Filarete guiaba de manera inevitable todas mis caminatas: esa torre es un imán que está para atraernos al núcleo mismo de la ausencia, el patio del castillo, el mismísimo lugar del funeral de Eco.
Una historia recorre ese patio. En 1489, se supo que Ludovico el Moro, duque de Milán, había confiado a Leonardo la realización de una escultura, un caballo colosal erigido a la memoria de Francesco Sforza. Tan grande sería la estatua que muchos, entre ellos el propio Leonardo, dudaban de la posibilidad de hacer la fundición. Iba a ser la gran obra del artista, la más ambiciosa de todas, la más difícil. El 30 de noviembre de 1493, el proyecto estaba prácticamente terminado. El "caballo sforzesco" había sido modelado en cera y se tomó la decisión de exponerlo en el patio del Castello. El traslado no resultaba sencillo y en los manuscritos de Leonardo existe el dibujo de un andamio para el desplazamiento, que fue exitoso. Muchos pudieron contemplar entonces ese caballo.
Tras el modelo en cera, quedaba el problema de la fundición. Leonardo estudió con vocación de ingeniero los obstáculos y pareció resolverlos. Calculó, pesó y midió cada parte. Nada quedó librado al azar salvo un detalle: la política y la guerra. Cuando las tropas francesas entraron en Milán, se apoderaron del Castello (funcionaría más adelante como depósito de armas) y atacaron con flechas el caballo hasta dejarlo casi destrozado, y las 70 toneladas de bronce, destinadas a la fundición, tuvieron que usarse para la fabricación de armamento. Lo que quedó de la escultura de cera se fue gastando con los años. Según Giorgio Vasari, los que conocieron el modelo de Leonardo “juzgaron no haber visto cosa más bella ni obra de arte más soberbia”. La del “caballo sforzesco” es la historia de una obra maestra desconocida y total hecha por un artista que era además un sabio.
En las páginas que dedicó al signo arquitectónico en La estructura ausente, Eco nos enseñó que los edificios tienden a perder el sentido de su función primaria y cargarse, de un modo oculto, de funciones secundarias. Es el caso del Partenón, que no se entiende ya como lugar de culto, pero mantiene connotaciones simbólicas que permiten un conocimiento de la sensibilidad griega. Es también el caso del patio del castillo de los Sforza, en el que se sobreimprime ahora un nuevo sentido, el de la ausencia, que refuerza la ausencia anterior. El patio está vacío no porque no haya habido algo, sino porque lo que hubo ya no está. Este matiz dialéctico le habría gustado a Eco, que creía que cua1quier investigación debía estar dispuesta a crear sus contradicciones cuando ellas no aparecían.
El otro día, en Milán, se asistió a algo que no era un simple protocolo funerario ni un homenaje de amigos conocidos y lectores desconocidos. Quienes estaban reunidos allí despedían también la antigua ilusión perdida de poder saber todo lo que puede saberse: el conocimiento como obra de arte.
PABLO GIANERA
“Umberto Eco y el caballo de Leonardo”
(la nación, 25.02.16)