Siete años. Chispitas en los ojos y en la sonrisa. Su padre le acaba de proponer que haga su primera compra abriendo su hucha repleta de monedas. Abre esa despensa de ilusiones a punto de reventar, la misma con la que dice que algún día se comprará un coche. Es roja porque es un camión de bomberos. Hace cuentas velozmente y dice que cada paquete de cromos son 60 céntimos y que como tiene “mucho dinero” quiere comprar tres. Calcula a la primera que en total tiene que retirar de ese camión un euro y ochenta céntimos. Busca uno de los pocos euros que guardaba y después empieza la procesión de monedas de cinco céntimos sobre la mesa de la cocina. Observo en silencio mientras cuenta. Hace una montañita de color cobre. “Cinco, diez, quince, veinte”… Fuegos artificiales en su gesto. Es consciente de que ese dinero es suyo sólo suyo y de que va a conseguir lo que realmente quiere. Me pregunta si le dejo comprar 18 cromos de futbolistas y le digo que ese dinero son ahorros suyos y que él decide. Tira para adelante sin esconder cierto asombro por la respuesta. De golpe se siente muy mayor. Dice que le da vergüenza comprar solo y le animo a que lo haga, que ya voy con él, que es super fácil adquirir algo si tienes el dinero. Llegamos al quiosco con sus manos en los bolsillos. Sin vacilar pide rápido los tres paquetes de cromos. Antes de que la señora le diga lo que le debe, Juan arroja sobre el mostrador su montaña de monedas. Ella empieza a contar y avisa que falta un euro. Él corta su sonrisa y atrapa mi mirada. Buscamos la moneda en sus bolsillos, pero no aparece. En un plis plas la ilusión pasa a decepción. El mismo plis plas en el que aparece por detrás y por sorpresa una de sus abuelas con una moneda de un euro en la mano. Todo vuelve a cambiar. Luz absoluta en sus ojos, la mejor de todas las luces…
Benditas abuelas, benditas ilusiones. No las perdamos.