Subida al Moncayo, un kilimanjaro entre dos cuencas

Por Mundoturistico

¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella! 
A.Machado

En medio del Sistema Ibérico, se yergue la mole castellano-aragonesa del Moncayo, un gigante solitario que desafía por igual al agua, al sol y al cierzo desde sus 2.315 m de altitud, sirve de frontera entre Zaragoza y Soria y vierte sus aguas al Ebro y al Duero, esto es, al Mediteráneo y al Atlántico. Por su aislamiento y altura es una montaña única que domina el paisaje, visible desde muy lejos (como le pasa, por ejemplo, a su hermano mayor de la sabana africana, el Kilimanjaro), hasta desde tierras riojanas, navarras y pirenaicas, y se bebe la humedad de las nubes atlánticas. ¡Síguenos en esta ruta de subida al Moncayo!

Todo un símbolo sagrado en Aragón (“… al oeste, el Moncayo, como un dios que ya no ampara…”, cantaba el malogrado José Antonio Labordeta, poeta, cantante y mucho más), y al que el refranero soriano, en cambio, echa la culpa de su ancestral sequía, que nunca llueve a gusto de todos: “Moncayo, ladrón, manas en Castilla y riegas en Aragón”. En realidad es un macizo montañoso, con algunos circos glaciares que aquí llaman hoyas y numerosos picos, entre los que destaca el Monte San Miguel, su cima. Esta puede ser hollada de muchas maneras y por diferentes rutas. Nosotros hemos tirado por lo fácil: una asequible caminata a través de ladera maña del monte, hoy protegida como Parque Natural.

Santuario de Nuestra Señora del Moncayo

Partimos de Tarazona en coche, pequeña ciudad de Zaragoza de raigambre medieval, cruzada de caminos y culturas, situada entre la planicie y la montaña y capital de la comarca somontana encajada en el ángulo que forma esa provincia con sus tres vecinas: la Navarra hortelana, la Rioja viticultora y la Soria cerealista. Saliendo hacia el sur, tomamos la carretera SO-382, siguiendo la señal marrón de Patrimonio del Parque Natural del Moncayo. No hay pérdida, todo está bien indicado: tenemos 14 km de carretera hasta dejar el coche. Enseguida cruzamos el pequeño pueblo de Santa Cruz de Moncayo y, ya en territorio del Parque, el de San Martín de la Virgen del Moncayo, algo mayor. Desde el cercano término de Agramonte, nombre que refiere a un monte empinado, pueblo hoy reducido a un bar y un Centro de Interpretación e Información de la montaña, la carretera se torna más curva y estrecha y, haciendo honor a ese nombre, su pendiente sube y sube tanto como la dureza del firme.

Estamos ya cruzando el bosque frondoso que cubre la falda baja del monte (el mismo bosque que inspiraba y curaba a Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta romántico que, hospedado en el cercano Monasterio de Veruela, recorrió la zona): pinos, hayas, robles, abedules y todas las gamas del verde se asoman y aprietan el camino. A su sombra se protegen las abundantes áreas de recreo y aparcamiento, donde la normativa oficial prohíbe el fuego y la acampada. Menos de un quilómetro antes de la llegada, la vía se estrecha y endurece más, se llena de baches y cuelga peligrosa entre el monte y el precipicio, hasta alcanzar el Santuario de la Virgen del Moncayo, caserón amplio y blanco agazapado bajo un enorme cortado rocoso, que funciona como albergue y restaurante. Y como último aparcamiento. Ha llegado, pues, el momento de la verdad.

Árboles

Comienza la ascensión. Mochila al hombro con todos los pertrechos necesarios: agua, comida, ropa y demás. Día fresco y algo nublado, ideal para caminar. Entramos en el Pinar, en los dominios del bosque, frondoso y fascinante. El camino, pedregoso pero cómodo, zigzaguea a través de la masa forestal, que muestra su precioso ropaje primaveral, toda silencio y aire purísimo, y permite, desde algunos recodos abiertos a la ladera como balcones naturales, contemplar a vista de pájaro los pueblos que hemos dejado atrás y otros que salpican la vasta llanura de abajo, todo empequeñecido como una panorámica en miniatura que deja entrever, al fondo nuboso, la alargada cadena de cumbres pirenaicas. Con suerte, tampoco será difícil toparse con algún corzo distraído y saltarín.

Hoya de San Miguel

Al salir de los últimos pinares, el pico sagrado se deja ver ya en lo alto. Entre él y nosotros, el extenso cucharón glaciar de San Miguel, de fuertes pendientes, donde solo convive el aromático matorral de montaña con las morrenas arrastradas y acumuladas por el tiempo y los hielos, y con los buitres leonados y otras rapaces que sobrevuelan nuestras cabezas.

Piedras

Para no correr ningún riesgo, evitamos la subida directa y optamos por la cota izquierda, una empinada loma de piedras de todas las formas y tamaños posibles, muchas de ellas sueltas, donde la senda serpentea en diagonal para suavizar la subida, perdiéndose su huella de vez en cuando, y donde conviene pisar con prudencia para no llevarse un susto. Es el Collado de las Piedras. Es el tramo que se hace más largo y trabajoso, con fuerte desnivel y piso inseguro, entre neveros que aún no han sucumbido al deshielo (esas grandes manchas que blanquean el monte), pero termina en recompensa: arriba nos recibe un suave altozano limpio y reseco, amplio y ondulado, que, por la derecha, nos llevará en volandas hasta el final. No hay cresta cortante sino un anchuroso cordal.

La cima

Después de un breve paseo, alcanzamos la cima. Nos hemos abrigado un poco porque, a esta altitud, baja la temperatura y sopla el cierzo, una forma de saludar al osado visitante. Y gracias que el pesado sombrero de nubes negras que cubría el monte a lo largo de la mañana ha desaparecido por completo y este se deja ver ahora, ya mediodía, en todo su esplendor. Tampoco nos recibe la niebla, que enfría aun más, moja e impide ver y orientarse, tan incómoda y peligrosa a veces. Y, por supuesto, subir en pleno invierno sería otro cantar. Arriba, en el espacioso descampado que es la cumbre, hay un punto geodésico, un buzón de cumbres y un altar improvisado a la Pilarica, la patrona de Aragón, algunas ofrendas montañeras y, como algo a destacar aquí, varios cercados de piedra que sirven de cortavientos para vivaquear y que a nosotros, ahora, nos hacen de recogido e improvisado comedor para reponer fuerzas a resguardo de la intemperie.

El lugar no es para detenerse mucho tiempo, pero no podemos  desaprovechar la ocasión única de asomarnos a este mirador incomparable sobre las dos vertientes, una espectacular panorámica de tierras y pueblos que se suceden, diminutas manchas de color sobre una alfombra verde, a dos quilómetros bajo nuestros pies. Nos despierta de tanta maravilla la advertencia del poema moncaíno que cantaba La Bullonera, mítico grupo aragonés: “Lo tendrías que saber, / dijera o no lo dijera, / cuando estremezca tu piel / el Cierzo de voz severa, / cortante y cruel”. La bajada, por el mismo sitio, resulta mucho más cómoda y breve, más propicia para la contemplación y las fotos de rigor. Abajo nos esperan las exquisitas verduras del valle del río Queiles, con las alcachofas ahora en sazón y las pochas guisadas, endulzadas con el chardón local y regadas con un tinto de la tierra. Qué menos.