Nadie mejor que una maestra, que no permitió al sistema educativo desencantarla de la pedagogía, para describirnos una escuela muy “diferente”. Adriana quedó muy ilusionada con su visita y ahora nos permite vivirla junto a ella.
Libertad de elegir lo que se aprende
Los alumnos no sólo son responsables de su propio aprendizaje; también lo son del funcionamiento de la escuela. En esta pequeña pero compleja democracia, el órgano central es el School Meeting, una reunión semanal donde se decide prácticamente todo: en qué invertir el presupuesto, qué profesores se vuelven a contratar el año que viene, modificaciones al Libro de Leyes, etc. En esta reunión, moderada por un alumno, todos los miembros de la comunidad educativa tienen voz y voto: no importa si se trata de una niña de 5 años, un adolescente de 13 o un profesor de 55. Cuando hay funciones que superan al School Meeting, se eligen comisiones. Entre dichas comisiones destaca el Judicial Comittee, que se encarga de investigar las infracciones y problemas de convivencia entre miembros (con el Libro de Leyes de la escuela a mano) y proponer sanciones. Está formado por 5 alumnos voluntarios, más un profesor que cambia cada día –de forma que los que realmente saben lo que se cuece son los alumnos– . Así, un alumno que haya estado comiendo en la biblioteca puede recibir la sanción de no poder entrar en ella durante dos semanas, por ejemplo. Lo que en otros centros llamaríamos “problemas de disciplina” de los adultos para con los niños se convierte en la eterna pregunta de dónde termina mi libertad y empieza la del otro; un dilema mucho más cercano a cómo funciona la vida en comunidad fuera de lo escolar.
Decisiones tomadas en consenso
Una escuela así, sin exámenes, sin notas, sin horarios ni materias ni currículum, difícilmente podría ser homologada o siquiera legal en la mayoría de países europeos (empezando por el nuestro). Sin embargo, las leyes del estado de Massachusetts delegan la competencia educativa al nivel municipal, y el ayuntamiento de la ciudad de Framingham en su día permitió que este experimento llevara el nombre de “Escuela” y otorgara un certificado de estudios homologado. Para graduarse, los alumnos deben escribir una tesis explicando qué han aprendido y por qué creen estar preparados para dejar la escuela, y defenderla ante un tribunal formado por profesores de otras escuelas que siguen el modelo Sudbury (actualmente, unas 40 en todo el mundo).
Aprender disfrutando
Sin embargo, esta libertad no está exenta de contradicción. Se trata de una escuela privada, financiada únicamente a través de las cuotas de las familias y las donaciones de particulares. Por lo tanto, no es una escuela que toda persona pueda permitirse. Al ser preguntados por separado sobre este tema, la respuesta de los padres y los profesores fue la misma: “somos la escuela privada más barata de todo Massachusetts; si fuéramos del Estado no nos dejarían hacer lo que hacemos”. Una contradicción muy estadounidense, en que la libertad viene pareja con una cierta capacidad económica. Durante mi visita, tuve la oportunidad de charlar largo rato con Daniel Greenberg, ex profesor de Harvard y uno de los fundadores de la escuela. Escuchó mi interés por las alternativas educativas, y me dijo: “Hay una cosa que diferencia sustancialmente una propuesta pedagógica alternativa de otra. Una cosa que o se tiene o no se tiene. O confías en las capacidades y el juicio del alumno, y por lo tanto le otorgas libertad y responsabilidad; o desconfías y por lo tanto lo haces todo en su lugar, decides qué tiene que aprender, cómo, cuándo, y cuánto lo ha conseguido. O empoderas, o desempoderas. Y confiar es muy, muy difícil. Sé que si ofreciéramos una hora al día de las asignaturas “básicas”, lengua y matemáticas, tendría el triple de alumnos. Pero entonces no tendría sentido; no estaría confiando en que todo eso, nuestros chavales ya lo acaban aprendiendo por sí solos.”
Sin segregación por edades
Un rato después, vi a Daniel Greenberg charlar con una niña de 5 años que le decía que llevaba tres tiritas: una en cada mano, y otra en el codo. Él le prestaba el mismo nivel de concentración y atención que me había prestado a mí para filosofar sesudamente sobre educación. Sencillamente, se tomaba en serio el tema de las tres tiritas; no se reía de la niña pensando “qué mona” ni “qué pesada” ni “qué cosas tiene”. La niña estaba tranquila, y en sus ojos podías ver que se sentía importante, que se sentía digna de atención por ser como era y vivir lo que estaba viviendo. Viendo esta sencilla interacción, algo en mí lloró de rabia y de alegría. Rabia, por todas esas veces en que los adultos vertemos nuestra inconsciencia sobre los niños en relaciones limitadoras, sintiéndolos personas inferiores e incomprensibles que hay que moldear. Alegría, por ver este simple ejemplo de que somos capaces de hacer las cosas de otra manera.
Adriana Bertraninsulas@googlemail.com (si alguien tiene preguntas o comentarios, por favor enviadlos a esta dirección)
Links:
· Sudbury Valley School: http://www.sudval.org/
· “Manifiesto” en vídeo por una educación democrática: http://www.youtube.com/watch?v=S_LbZ3XcfK4&feature=player_embedded