Era viernes y estábamos, mi mujer y yo, en Bilbao. Y estaba inquieto. Yo tenía, al día siguiente, un examen final de una de las asignaturas de un postgrado que decidí hacer hace ya unos años. Había una amenaza, más que probable, de que pasara una encantadora tarde conduciendo una carro en SUEKEA. Solo de pensarlo me daban escalofríos. Y no veía forma de zafarme de la situación. El tiempo decidiría y opté por el silencio sobre el tema y dejarme llevar.
Del examen, al día siguiente, salí contento; de la comida también, como siempre en Bilbao. Pero la inquietud continuaba cuando fuimos a descansar un rato al hotel. Todo se confirmó tras una breve siesta.
- ¡Cariño!, ¿quieres que vayamos un rato a ver si encontramos algo para la casa del pueblo?.
- Si tú quieres.
- ¡Venga!, cuanto antes vayamos antes volvemos.
Primer encuentro feliz, el aparcamiento. Todo el parking a reventar. Todos los pasillos de colorines y con letritas orientadoras, estaban hasta arriba, y con miles de coches al acecho para ver si alguien salía. Las escenas que se se veían eran lamentables. Paramos al lado de un tipo que se pegaba con mil cajas que no le cabían en el maletero. Él intentaba cerrarlo pero había puesto una muy grande en el fondo, y el cristal del portón le daba al bajar. El creía que la culpa era de las cajas pequeñas que ponía donde se cierra y no hacía mas que cambiarlas de sitio. Agotados de verle cambiar las cajas de sit¡o y de colocación, fuimos a decirle, desde el coche, que la que pegaba era la grande. Pero al llegar detrás de él, tras bajar el cristal de la ventanilla y oír como gruñía (hasta su mujer, aún estando satisfecha del montón de cosas que había comprado, se apartaba), subimos el cristal y nos fuimos a esperar a otro sitio. ¡No tuvimos narices de decirle nada! ¡Bastante tenía el hombre con las cajas!.
En nuestra siguiente espera, el abuelo de la familia se esmeraba en colocar, en el asiento trasero de un utilitario, el cabezal de la cama de Hulk. – ¡Así no, sin empujar, más vale maña que fuerza!-, parecía decir a sus mujeres cuando éstas intentaban ayudarle empujando el cabezal con las caderas. Vuelta a dar otra vuelta, porque aquello era imposible. Los ánimos se calentaban y solo faltaba un gilipoyas como yo en un coche enorme que les tocara la bocina suavemente y les sonriera…..
- ¿Salen ustedes?.
- ¡NO! ¡AQUI NO SALE NADA! ¡SOLO TIENE QUE ENTRAR!
Bueno, bueno, bueno, a otro sitio. Todos estaban ¡gual, las mujeres comentando con sus madres las fenomenales compras que habían hecho y los carros moviéndose solos; porque no se veía a los sufridos maridos empujándolos, tapados hasta un metro por encima de sus cabezas. En ese momento me asaltaban los primeros temblores.
Era sábado por la tarde. Todas las abuelas de Bilbao, con sus nietos, con sus hijas, con sus nueras, estaban allí. Era imposible circular. Claro, yo iba con el carro, ella (mi mujer) se metía entre las estanterías y buscaba, rebuscaba, se mosqueaba – ¡podían señalar bien los productos!, (pensaba y decía). Yo procuraba seguir su pista por encima de las cabezas de abuelas, nietos, hijas y nueras. ¡Albricias!, ¡Churry ha encontrado algo!. Y comenzó el drama.
Yo estaba en el pasillo por donde debían ir los carros y como le veía que había cogido algo, intentaba dar la vuelta con el “carrito” (más grande que la madre que lo parió) y volver a donde se ha había ido ella para que cuando quisiera dejarlo en el carro lo tuviera a mano, porque si no era así: “¡pues no se para que llevas el carro” (no se si lo pensaba pero lo decía). Pero el puñetero pasillo de Suekea es como de una dirección, todos los bobos vamos en el mismo sentido. Y cuando yo daba presto la vuelta para aliviar a mi chavala de la pesada carga de una cortina, de un cojín, o una tontería JEKEN, me iba partiendo la cara con todo dios, que me miraba diciendo: “a donde leches ira este gordo en dirección contraria”. Todo esto sin perder de vista el pelo rubio de churry, que se movía entre las estanterías buscándome, pero como no me veía, porque no llegaba, iba de subpasillo en subpasillo “calentándose” cada vez más.
Y yo, mientras tanto, pidiendo perdón a todos los petardos finsemaneros, y a sus familias, todas llenas de Jonathans, de Jeníferes, de Aritzes, y de Bakartxos que pululaban tran-qui-la-men-te empujando sus carros con sus pantalones piratas, mascando chicles y sintiéndose felices porque estaban disfrutando de un finde de puta madre, en Suekea. ¡PAIS! Cuando llegé al subpasillo donde ví por última vez “su resplandor”, ella había corrido hasta la otra punta pensando que me había adelantado (“como nunca me esperas”) ¡MECAGÚEN TODO LO QUE SE MENEA!. Ahora a remontar, como Fernando Alonso con la camioneta. Vuelta a correr por el pasillo adelantando a todos los que miraban raro cuando iba en dirección contraria. Ya me daba igual, casi, si pillaba a alguien, iba a disfrutar. Si una abuela se asustaba, me daba igual, si a Jénifer se le caían los ganchitos, que se fastidie, si Jonathan dice: “mira papá el tío de antes”, que se fastidie. A esas alturas ya había asumido mi función y sabía que me iba gustar el copón la tontería FLUNJEN que churry pusiera en el carro.
¡A que me comprendéis!
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