Sueño americano

Por Juancarlos53

Su marcha a América coincidió en el tiempo con la de aquellos “artzainas” vascos que fueron solicitados por los americanos para pastorear ganado en esas inmensas praderas desérticas de humanos pero muy feraces en cuanto la sabia mano del hombre pusiera ahí algo de orden. Ganado y agricultura eran las dos grandes bazas de esa afortunada zona del mundo. Los españoles éramos conocedores de ambas facetas, lástima que nuestra tierra no fuese suficiente para cubrir las necesidades de una población que a principios del siglo pasado iba en aumento. Fue en ese momento, los primeros veinte años del siglo XX, cuando los EEUU tuvieron necesidad de más mano de obra para gobernar sus inmensos rebaños en las extensas praderas del sur de California, cerca de las Montañas Rocosas, en las grandes llanuras del Oeste americano. Como muchos de los trabajadores que respondieron a la llamada trabajaban ya en el continente, especialmente en la Pampa argentina, el hueco dejado por éstos allí, -en zonas de la Argentina y también en otros países (Cuba, Chile, México…)-, sería cubierto con la llegada de nuevas remesas de emigración española.

Todo esto lo sabía Aníbal de muy buena fuente. «Y allí hay dinero para todos, y trabajo y … mujeres, muchas mujeres».  Antonio que, además de hermano era su íntimo amigo, siempre fue cauto, y es que ser el undécimo hijo de la saga familiar por fuerza le había hecho ser desconfiado. «Sí, ya, y sobre las aguas crecen pajaritos preñados. ¡Anda ya!». «Bueno, pues no te lo creas. Pero mira este anuncio de “El Adelanto”. ¿Qué dice aquí?». Antonio que, pese a su corta edad, era de de todos los hermanos el que mejor leía tomó el periódico en sus manos: “Compañía Trasatlántica Española, pasajes para Santiago de Cuba desde el puerto de Vigo. Precio desde 205 pesetas”. «Te das cuenta, Antonio, más barato que el tren de Vigo a Barcelona. Y poco más que la cuota por librarse de la llamada a filas. Y allí, ¡ay, madre, hermanito!, allí nos esperan las guajiras».

Tenían que conseguir dinero, les era imprescindible para comprar el billete de la travesía, sustentarse durante las dos o tres semanas de singladura y tener algo sobrante para poder establecerse en la zona. No parecía fácil, pero había buenas perspectivas. Unos familiares de Boada, su pueblo, llevaban en La Habana diez años y les iba estupendamente. Para Antonio y Aníbal, los menores de los once hermanos, no había futuro en su localidad. Juan, el padre, les había enseñado el oficio de la fragua y la herrería pues las pocas tierras de labranza que poseía apenas si daban ocupación a dos o tres de sus hijos. No les quedaba otra que salir, a donde fuera, pero salir. Cuba, sí, era una posibilidad. Y hacia allí se fue Antonio con Aníbal y otros tres de sus hermanos.

En  La Habana montaron una industria de fabricación de guaguas. No era empeño pequeño. Les fue medianamente bien e hicieron algo de dinero. Antonio, de traje y corbata, guayabeaba por la vía principal de La Habana seduciendo con su buena planta y también, claro, con su hermoso Hispano Suiza a mulatas y jineteras que, deseosas de hombre y dinero, lo miraban con ojos tiernos.

Fueron años felices que, por desgracia, duraron poco pues ya por entonces la política en la isla era de poco fiar. «Hay que salir de Cuba. Tenemos que irnos a España. Machado ha declarado expropiables todas las tierras e industrias de los españoles. Si seguimos aquí mucho más puede que la rabia popular caiga sobre nosotros.» «¿Pero por qué, Aníbal? Ahora que nos empezaba a ir bien, ahora que podíamos establecernos aquí y ayudar a que el país prosperase». «Es lo que hay, Antonio, ahora mismito voy a encargar pasajes para España».

Por la Gran Vía salmantina un enorme Hispano Suiza tiznaba de humo y de polvo a la admirada vecindad que con enorme delectación observaba las hábiles maniobras del joven que lo gobernaba. Entre esta multitud estaba una hermosa modistilla, guapa de verdad, tanto que en una ocasión fue elegida Reina de las Fiestas de la ciudad. Se llamaba Marina, muchacha a la que el retornado, chamuscado y empobrecido Antonio había echado el ojo. Sería un buen partido, una buena manera de establecerse definitivamente en la capital. ¿Algún problema? Bueno, sí, quizás, uno: ella, la chica, tenía un pretendiente que era muy bien visto por la madre, por el hermano y por la hermana. Pero Marina dudaba.

—Es guapo, ¿verdad? —se preguntaba en voz alta la modistilla—. Tiene coche y todo.

—Sí, desde luego lo es y a mí me lo parece —le decía Boni, su amiga, quien sin haber sido preguntada añadió—  Además de coche tiene un figón que ha abierto en lo alto de la calle María Auxiliadora, que  se llama…

—’La Mezquita’ —respondió rauda y veloz Marina.

—¡Mira, la tonta, y decía que apenas sabía nada de él!

—Pero tía Marina, —le pregunté yo transcurridos cincuenta años o alguno más de estos caracoleos de seducción— ¿por qué si tenías un novio económicamente solvente te casaste con tío Antonio?.

Serena y amorosa, Marina, ya septuagenaria, miró con ternura el tresillo de enea, de hechura cubana, que estaba pegado a la pared principal del cuarto de estar; sobre él, en ese preciso momento y como todos los días, Antonio dormía la siesta antes de, pese a su ya avanzada edad, volver al taller para seguir aguzando picos, palas, hacíendo fallebas, montando ventanas…, y dijo:

—¡El amor, hijo mío, el amor! Una tonta que fui, dirás tú, ¿no? Ja, ja, ja. —Y me abrazó con ese afecto sincero que desde hacía más de medio siglo ella era pródiga en dar.