Sueño de luna

Publicado el 06 marzo 2019 por Carlosgu82

Historia corta.
Romance sobrenatural.
Contenido no apto para menores de 16 años.

SUEÑO DE LUNA
I PARTE

Esa ocasión en particular, el viento soplaba demasiado frío para su propio gusto; la sensación de frescura que abrigaba su piel había pasado a ser como si diminutos cristales de hielo le recorrieran desde la nuca, bajaran por sus hombros y descendieran paulatinas por su columna vertebral, haciéndole estremecer sin poder evitarlo. Ni las ventanas cerradas, ni la calefacción, ni mucho menos las gruesas mantas que envolvían su cuerpo sobre la cama eran suficientes para hacerle recobrar la temperatura.

Ania había sufrido ese mal desde que tenía uso de razón, pero nunca le había golpeado tan fuerte como aquella vez.

Eran alrededor de las once de la noche, había dado más vueltas sobre la cama de las que podía recordar, y ni siquiera contando ovejas logró conciliar el sueño. Grande era su infortunio, pues al siguiente día debía madrugar; debía prepararse para un evento especial en la librería donde trabajaba. La pelirroja no era precisamente del tipo de mujer a la que le costaba quedarse dormida; de hecho, a sus veintiocho años de edad, podía asegurar que le resultaba fácil, y ni hablar de lo pesado que solía ser su sueño.

Pero esa noche era diferente. Lo sentía en el aire, estaba en el ambiente.

Tenía los ojos cerrados, el rostro cubierto por los edredones y el cabello desordenado sobre la esponjosa almohada. De un momento a otro, el suave sonido de la brisa fue solapado por un ruido sordo y seco; no obstante, estaba demasiado cansada como para disponerse a averiguar qué lo había producido más allá de la puerta de vidrio y madera que daba hacia el balcón. En vez de ello, se hundió más en el colchón, con una mano bajo su mejilla y la otra entre las sábanas.

El viento sopló de nuevo, mas esta vez arrastraba consigo un aire mucho más cálido, acogedor, con un deje de menta y lluvia, que le hizo suspirar con suavidad, conforme una sonrisa sutil se dibujaba en sus carnosos labios rosados. La pesadez acumulada durante el día comenzaba a hacer mella en la joven mujer, y de a poco el sueño por fin le fue ganando. Lentamente iba sumiéndose en la oscuridad, que con gusto le recibía con los brazos abiertos.

Volvió a suspirar, con levedad, inmersa en la tranquilidad que de pronto le embargó, aunque hubiese sido consciente del peso extra que de un instante a otro ejerció presión a la orilla de la cama. No se inmutó en absoluto, ni siquiera cuando las mantas que le cubrían fueron deslizadas, perezosamente, a un costado, y su espalda recibió sin miramientos el ramalazo de calor más agradable que hubiese experimentado jamás. Mas, al cabo de unos segundos, en vez de alejarse, se vio en la necesidad de hacer todo lo contrario, siendo acogida por un par de fuertes brazos.

Suaves caricias danzaron desde su muslo hasta la cadera, pasando por debajo de la fina tela de algodón, la cual se iba levantando de a poco en el proceso. Roces sutiles comenzaron a ser trazados hacia el plano vientre, que se contrajo ante ese sublime toque. Fue entonces cuando las yemas de los dedos ascendieron por su abdomen, y un peligroso camino se extendió en dirección a su pecho. No obstante, se detuvo a mitad del recorrido, en el momento exacto en que un par de dulces besos se posaron sobre la blanquecina piel de su cuello. De sus labios entreabiertos se escapó un gemido apenas perceptible; un arrebato cuyo único causante había sido aquel ínfimo contacto.

Los brazos que le rodeaban la cintura se ciñeron un poco más en torno a esta, de un modo posesivo que, pese a ello, no llevaba a causarle daño; aún así, le robó el aliento. La mano que desde hacía rato había permanecido entre las sábanas que vestían la cama, fue presa de la parsimonia cuando se deslizó hacia aquella que se asía a su par contra su abdomen; sintió la piel caliente, abrazadora; los vellos gruesos y suaves, y las venas que se marcaban en la definida musculatura.

Entonces jadeó, por la impresión. El corazón le palpitaba raudo contra el pecho cuando sus ojos se abrieron de golpe e intentó con todas sus fuerzas girarse. Creyó escuchar un gruñido contra su oído, al mismo tiempo en que una exhalación hacía hormiguear la piel de su cuello. La presión que le mantenía inmóvil, en cuestión de segundos, cedió; el peso extra en su cama se desvaneció y cuando por fin recobró el control de su cuerpo, y consiguió que sus ojos verdes se acostumbraran a la penumbra, a su lado no había más que un hueco se mantas desordenadas.

Con la zurda tanteó el lugar, aún podía percibir el calor impregnado en las delgadas telas; el aroma a lluvia y menta yacía latente en el ambiente. Casi de forma mecánica, desvió la mirada hacia la puerta que daba al balcón; creía haberla cerrado, pero la notaba entreabierta. Todavía incapaz de reaccionar del todo, apretó entre sus finos dedos el edredón; de pronto no sentía frío y, en cambio, sentía que se ahogaba. Corrió las mantas, descubriendo su cuerpo, para después apoyarse en ambas manos e incorporarse sobre la cama.

Su respiración de cortó de forma abrupta, y su ritmo cardíaco se descontroló cuando a sus oídos llegó un aullido ensordecedor; le heló la piel, le hizo temblar, y logró que una sensación opresiva se alojara en su pecho. Angustia, de la más pura e inexplicable, acabó con todo rastro de sueño; su verdosa mirada se perdió en la media luna que se veía a través de los cristales, brillaba especialmente hermosa esa noche.