Sueños de cristal roto y fin de curso

Por Negrevernis

Se acerca el final de curso, y quizá es eso lo que mira el alumno del fondo, a la derecha: las puntas de sus dedos, donde se alojan las últimas horas de diez meses de clase. Está vuelto de espaldas, la mirada perdida más allá de la ventana semiabierta de la esquina y los brazos doblados sobre sus codos, la cabeza ladeada, el cuerpo se gira levemente en equilibrio estable sobre la silla. Más allá, el horizonte: no sé si pensará en el septiembre que fue y los retos de las primeras semanas que, sé, nunca se cumplieron porque ni siquiera les puso nombre: el alumno del fondo, a la derecha, no quiere estudiar. No quiere desde hace tres años, cuando la edad le obligó a pasar de curso y seguir en las sillas y mesas verdes, donde decía en tinta invisible que hasta los dieciséis años debía de estar ahí, sin más. 
Le hubiera hecho una foto así, a escondidas, el pelo revuelto por la pequeña brisa que corre, que alguien dejó la puerta abierta para que entrara aire fresco del pasillo, y el cloqueo de sus compañeros no le afecta por un breve minuto, tan grande es su no concentración en nada, y quizá, si pudiera verlo, sus ojos tendrían esa mirada soñadora que los libros dicen que tienen los que miran por la ventana a lo lejos -aunque yo creo, porque lo conozco, que tiene ojos oscuros y mirada sincera, a pesar de lo que la etiqueta que arrastra pudiera hacer pensar. Y la mirada sincera -profe, que yo no quiero estudiar, díselo a mi madre, que a ti te cree- no es tan frecuente en los pasillos de un colegio adolescente, aunque la gente quiere pensar lo contrario -porque es más idealista creer que el futuro está en sus manos. 
Y no quiere, pero pasó septiembre y una hoja tras otra de su calendario particular. Oye, aguanta el tirón, que queda menos, le decía yo, porque sé que prefiere el verano, y me decía después los sueños sin romper que tenía previstos, y las metedura de pata del fin de semana que intentaba disimularme cuando yo sólo le miraba al llegar tarde por el pasillo. Quizá empiece de nuevo en septiembre, no lo sé, y tal vez sus sueños dejen de ser del frágil cristal con que a mí se me presentan y tenga suerte, y luego, como otros, decida traer a su hijo pequeño a mi colegio: porque aquí, profe, aquí sí sabéis cómo nos llamamos.