Cada noche se colocaba frente al teclado y trataba de crear un nuevo mundo, una historia en la que no tuviese que trabajar en algo que no le gustaba, un capítulo en el que volviese a ser un niño y solo importase acabar rápido los deberes para salir corriendo, despavorido sin mirar atrás, al parque a jugar.
Sin embargo, cada vez que lo intentaba, cada noche que aporreaba el teclado al ritmo de la última canción que le hiciese vibrar el corazón, que le diese combustible para soportar aquella desgarradora rutina, se quedaba profundamente dormido y soñaba con aquel universo.
Cuando se levantaba estiraba los dedos, tratando de tocarlo, tratando de sentir más cerca la calidez que le proporcionaba aquel rincón de fantasía en la que se había sentido querido, se había sentido feliz, como solo recordaba haberlo hecho bajo el árbol de Navidad cuando solo tenía cinco años.
Y así estuvo. Encerrado en aquel laberinto de sentimientos, en una historia que no tenía final, en la que realidad y ficción luchaban por prevalecer, entrelazándose con el paso del tiempo en un conglomerado que nadie fuese capaz de descifrar.
Carmelo Beltrán
@CarBel1994