Sueños de la razón

Publicado el 05 enero 2015 por Rafael García Del Valle @erraticario

A principios del siglo XVII, pasó algo curioso si se mira con cuidado: de la noche a la mañana, ciertos pensadores de la época comenzaron a ensalzar la razón por encima de todas las cosas. Es por este detalle que la Modernidad se puede entender como la era en que se buscó establecer certezas universales que no dieran lugar, de manera cierta, a discusión alguna en todos los ámbitos de la existencia, desde la naturaleza hasta los aspectos configuradores del ser humano. Primero fue la naturaleza; luego, con algo de tiempo, el orden político, el social e incluso el individual, cuando se pensó en una ética universal más allá de los caprichos y convenciones humanas sobre la manera de comportarse en el espacio-tiempo. A principios del siglo XX, Bertrand Russell llegó a creer incluso que todos los lenguajes del mundo podrían ser reducidos a uno sólo y universal: la lógica formal. Y aquí comenzó a desvanecerse la Modernidad. Fue el comienzo del fin del sueño de la razón; en pocos años un discípulo de Russell, Wittgenstein, acabaría humillando las pretensiones del maestro en materia de lenguas absolutas; un matemático, Gödel, acabó con la alucinación colectiva que pretendía que la lógica iniciada por Aristóteles era un sistema universal, y desde entonces se ha venido demostrando que hay lógicas para dar y tomar según las circunstancias y los intereses del capricho humano. En el ámbito de la ciencia, la recién nacida mecánica cuántica confirmaba que la realidad, en sus aspectos fundamentales, no respeta la lógica clásica que inventaron los humanos pensando que era la forma universal de proceder, aplicable a todo tiempo y lugar. Hay un realismo ingenuo que defendió mientras pudo que la mente era un receptor pasivo, el espejo que, si se limpia de toda mancha con el paño de la razón, ha de reflejar una imagen exacta de la realidad, sin construcciones culturales o supersticiones particulares. En Strangers to Ourselves, Timothy D. Wilson explica que por cada once millones de bits de información que recibe el cerebro, la conciencia sólo puede procesar cuarenta bits. Esas pocas decenas de unidades conforman el yo; el resto es un caos irracional por inconsciente. Casi todo el tiempo existe la sensación de un control total sobre nuestra propia vida, pero esto es sólo una ilusión: el hemisferio izquierdo se inventa historias para justificar el comportamiento del hemisferio derecho, que casi siempre se le adelanta a la hora de tomar decisiones. Las voces nacidas en el hemisferio izquierdo nos calman con cuentos pensados a posteriori en los que el héroe sabe lo que hace y justifica lo que hizo antes de saber por qué lo hacía. En el caos permanente, estas historias tienen la misión de disfrazar con una pátina de orden la irracionalidad de todos nuestros actos. Por eso, los sueños de la razón crean monstruos. Por eso, quienes presumen de racionalidad supuran irracionalidad si se les presta atención –la expresión de lo irracional reprimido es el dogmatismo y la intolerancia—, agotados por contener tantas figuras deformes en el fondo de sus cavernas interiores. Quizás, por eso, la era de la razón deviene la más oscura del ser humano. Hoy, el realismo más aceptado es el científico que, a pesar de afirmar el papel activo de la mente en la configuración de lo que es real, también afirma –de lo contrario no sería realismo—que existe un mundo independiente de la mente que observa, y que ese mundo es posible de ser conocido por mor del método científico, y que este método abre la puerta a ciertas verdades que en verdad son universales; pero que, por supuesto, la realidad que la ciencia de hoy muestra es cualquier cosa menos esa realidad expresada por los hechos consuetudinarios que acontecen en la rúa, que diría aquél, amén de eso otro que se denomina sentido común. Esto significa, poco más o menos, que el método científico es un suceso suprahumano, ultramundano, trascendente, ajeno a las circunstancias históricas, un espíritu santo que permite al científico puro, sin ansias estéticas ni espirituales, o sea, al científico inexistente, salirse del sistema establecido por el espacio-tiempo para conocer el susodicho desde fuera del mismo, que es como se han de conocer las cosas, desde fuera, objetivamente objetivadas, de modo que el método resultaría ser el único instrumento descubierto por el ser humano que permite anular el teorema de Gödel que impide a toda criatura viviente acceder al más allá para conocer con perspectiva de dioses el más acá. De modo que, según esto, la razón del método confirma la intuición trascendental según la cual los seres humanos tenemos acceso a verdades universales a priori, o sea, sin necesidad de la experiencia. Lo cual está muy bien y dice mucho en favor de la ciencia. Y de la trascendencia. Sólo que, si esto es así, el método se ha violado a sí mismo, pues logra, por métodos ajenos a lo que él mismo permite, ir más allá de los límites que dice que no se pueden superar para que el conocimiento sea verdadero y verdaderamente universal. De modo que el realismo científico muere de éxito, o sea, descubre lo que su método dice que no se puede descubrir salvo que se haga trampa, y entonces el descubrimiento ya no vale. El realismo científico afirma que debe existir una identidad exclusiva entre ciencia, materialismo y lógica formal; una ciencia que pretenda adscribirse a filosofías idealistas ha de ser considerada pseudociencia. Básicamente, lo que esto viene a decir es que, o la realidad se adapta a la idea materialista y lógico-formal que los humanos tienen de ella, o por sus mismísimos racionales que la adaptan ellos. No es científico, pero los axiomas son límites insalvables para cualquier mortal. De aquí parte la común confusión por la que la crítica al realismo, o al materialismo, o incluso al racionalismo –aunque en teoría el realismo científico no lo considera parte integrante de sí mismo— como vías únicas, es confundida con una crítica a la ciencia. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Y, con todo, el fundamento de la ciencia es el idealismo, pues exige una realidad objetiva y perfecta que es el marco de referencia ideal que permite la medida –toda medida es necesariamente una comparación— al que se elevan, por inducción, los fenómenos observados. La ciencia, por tanto, según los propios términos de este cientifismo defendido por los más grandes, es pseudociencia. En su afán de universalidad, los concretos y circunstanciales humanos han eliminado su propio instrumento hacia la universalidad. Y ni siquiera se dan por enterados. En fin, otros dicen que, por el contrario, las tales manchas de los convencionalismos, las supersticiones varias y los complejos históricamente adquiridos que se pretendían, y se pretenden, eliminar con la razón han resultado ser inherentes al proceso cognitivo y, por tanto, forman parte de la realidad, y que no hay manera de extirparlas y que, si se intenta, la realidad acaba deformada cual si se mirara en los cóncavos espejos del esperpento. Llegados a este punto, se mencionaba al comienzo de este artículo que  “a principios del siglo XVII, pasó algo curioso si se mira con cuidado”; pero, en fin, habrá que posponerlo para una próxima ocasión. Muros, los de la metafísica, la ciencia, la moral, la política, la religión, las formas consensuadas de emocionarnos social y estéticamente, la filosofía o el arte, que hemos levantado para sostenernos, defendernos o protegernos pero que, cuando cobran solidez, nos impiden ver al otro lado, traspasar el ámbito conocido y aprender otras maneras de caminar, de estar y de relacionarnos con las cosas y, lo que es peor, nos hacen olvidar que alguna vez los hemos construido. (Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas)